(revistare.com).-Cuanto más compleja y tecnificada es una sociedad, más importancia adquieren la persona humana y los vínculos que establece para formar familias y grupos. Y existen aspectos educativos básicos que no habrían de faltar en la sociedad digital si se desea que las personas vivan vidas armónicas y satisfactorias, justas y solidarias. Las propuestas aquí presentadas desean ser un fundamento antropológico para la formación en una fe asumida, madura y coherente.
El contexto
La sociedad digital en este inicio del 2022 ha vivido una aceleración inesperada como respuesta a la pandemia del Covid-19. La exigencia de mantener distancia física obligó a recurrir a la comunicación digital para mantenerse vinculados. Desde impulsar el teletrabajo en millones de empresas; la educación también se ha digitalizado velozmente, e incluso el cultivo de la interioridad y la búsqueda religiosa se han volcado en el ciberespacio.
La vida del ciudadano medio no ha hecho más que complicarse conforme se han introducido una amplia serie de herramientas tecnológicas que nacieron para simplificar su vida y la han transformado por completo. Y ello particularmente en materia de comunicación, no sólo por el bombardeo mediático y publicitario, cada vez más incisivo y avasallador, sino –en el mundo desarrollado– a través de herramientas técnicas capaces de interactuar entre sí: computadoras, teléfonos móviles, cámaras ciudadanas, satélites, el Internet de las cosas, etc. El individuo sumergido en las redes sociales es un prolífico emisor/receptor de mensajes de todo tipo: prácticos, artísticos, emotivos, reflexivos, teóricos… En esta tupida red de tecnología, el único capaz de dar sentido al conjunto, el gestor y patrón de la nave sigue siendo, o debería ser, la persona humana, ese misterioso y espléndido ser en cuyo interior los mensajes adquieren –o no– significado, y en él se juegan las decisiones de compartir o acumular, hablar o callar, mentir o ser veraz, participar o ignorar a sus semejantes. Y los niños del siglo XXI han nacido ya en el contexto digital.
El creciente atractivo de los mensajes multimediáticos, de la realidad virtual, de los mundos de ficción presentados por los videojuegos, hace que la persona corra el riesgo de enamorarse de sus propias obras, quedar encantado con la sofisticación tecnológica, perderse y vivir alienado de sí mismo y de sus prójimos de carne y hueso. En esa misma medida, corre el riesgo de quedar atrapado como siervo de la tecnología, o como tirano de los demás usando esos mismos medios.
Es a ese ser humano a quien hay que dirigir la mirada como eje de la soñada sociedad de la información. De él, de la familia y del grupo del que forma parte, depende que haya participación ciudadana, que los llamados «valores democráticos» sean sólo palabras e ideas, o sean acciones concretas y cotidianas. ¿Qué aspectos, qué habilidades, adquieren mayor importancia para la buena gestión de aquella complejidad, que será cada vez mayor? ¿Es posible pensar en que las personas aprendan a vivir en esta «mediosfera» pacífica y armoniosamente?
Formación humana en la era digital
Edgar Morin proponía en el año 2000 «Los siete saberes necesarios para la educación del futuro». Morin plantea siete líneas de saber: una educación que cure de la ceguera del conocimiento, pues todo conocimiento conlleva el riesgo del error y de la ilusión. Una educación que garantice el conocimiento pertinente: enseñar a discernir, atendiendo a lo general y a lo particular. Que todos los jóvenes aprendan a reconocerse en la humanidad común. Enseñar la perspectiva planetaria, con la Tierra como primera patria. Enseñar a navegar en el mar de la incertidumbre con pocos núcleos de certeza. Enseñar la comprensión interpersonal y grupal sin egoísmo, etnocentrismo, ni sociocentrismo. Enseñar la democracia implica consensos y aceptación de diversidades y antagonismos.
Inspirada en tal propuesta, desearía ahondar más todavía en la raíz de lo que puede ser una formación humana de futuro que ofrezca, como la quilla al barco, una estabilidad básica al individuo en cualquier circunstancia que deba afrontar.
El paladeo y la sorpresa del propio existir
La experiencia demuestra qué escaso es el número de las personas que paladean el hecho de que existen. Uso este verbo porque se trata de algo previo al raciocinio; es el vértigo que se siente cuando uno se da cuenta de que está vivo, de que existe. Cuando sin palabras una persona contacta con el desnudo hecho de que es, su sorpresa es enorme. Una experiencia que es tan básica toca la raíz del ser humano. Esa sorpresa es mayor si, además, esa persona cae en cuenta de que podría no haber existido, si cualquier cosa anterior a ella, de las que incidieron en su origen, hubiera sido distinta, por ejemplo si sus padres no se hubieran conocido. O si se hubieran encontrado en ese abrazo amoroso otro día: habría nacido otra persona; pero él o ella, con su código genético irrepetible, no. Cada uno tuvo un principio, y existe pudiendo no haber sido jamás. Ser quien es, o nada. Ser uno mismo constituye la propia única posibilidad de existir en el universo.
«Nada nos falta
para ser algo
en vez de nada».
Existir: este bien primigenio y fundamental, previo a todo otro bien posible, es compartido con todos los demás seres humanos. Somos hermanos en la existencia.
Tal «levedad» del ser, que a Kundera le parece insoportable, es el eje de la condición humana: la contingencia. ¡Cuántas veces el hombre ha deseado ser, por sí mismo, como Dios, ser Dios!, como lo consigna espléndidamente el Génesis. El primer paso para que la contingencia no sea insoportable, sino motivo de básica alegría, es ofrecer a los niños la ocasión de gustar su propia existencia, dejar que se maravillen ante el portento de su ser –como quiera que sean–, y en su momento explicarles que podrían no haber existido: el tesoro de la existencia les ha sido dado gratuitamente, y está lleno de posibilidades. Sin este anclaje, en cambio, corre el riesgo de quedar absorto en el atractivo mediático y en la frivolidad.
La aceptación alegre de la condición humana
El siguiente paso es el asentimiento y aceptación de la realidad de su propio ser, con límites y posibilidades. La aceptación radical de sí mismos implica asumir libremente una circunstancia no preelegida: ser él o ella precisamente. Más allá de posibles circunstancias adversas que aquejan con frecuencia la vida, sucede que la tendencia humana a desear poseer por uno mismo la «absolutez del ser», es origen de que muchos vivan desencantados de sí mismos en lo que atañe a su ser: su origen, sus concretas circunstancias históricas; el hecho de envejecer y morir; los límites de su razón que lo llevan a equivocarse, y un largo etcétera. Tal «descontento óntico» parece ser más frecuente en las sociedades opulentas que en las pobres, aunque nadie ha hecho todavía una investigación al respecto.
La aceptación de uno mismo y de los demás como seres contingentes –con todas sus enormes potencias y también limitaciones– es el que lleva a la humildad. Pero no la humildad entendida como valor de piedad o erróneamente como minusvaloración de sí; se trata de la humildad que se refiere al ser, la humildad óntica aquella lucidez que conduce a aceptar con alegría ser quien se es, sabiendo que no se es un ser absoluto. Es el libre asentimiento –tan franciscano– a ser quien se es. Es «caminar en la verdad», como diría Santa Teresa. Pero éste, decíamos, es un paso de la libertad que no puede ser forzado. Usualmente, el modo como se favorece que el niño se acepte a sí mismo con naturalidad consiste en ser aceptado por quienes le engendraron y por quienes le rodean. Pero si eso no se da, la persona puede ir realizando el camino de reconciliación con la realidad a través de la pedagogía –a veces áspera– de la vida, o de procesos de maduración con apoyo de otros.
Aquella sorpresa y este gozo son un gran motor para desarrollar las potencialidades del ser humano, y constituye un modo primigenio de abrirse a la trascendencia: dado que uno no es Dios, ni se dio el ser, por fuerza ha de haber Alguien que lo da y nos sostiene en él. La humildad óntica ofrece sólidos fundamentos para preguntarse por el sentido de la vida y abrirse a una experiencia religiosa sana.
Familia y cuerpos sociales intermedios
La persona se desarrolla y alcanza su madurez precisamente a través del contacto personal con otros seres humanos, pues es un ser social.
El contexto familiar es el primer y más radical espacio de formación humana. Como comunidad básica, es el lugar en que cada persona es insustituible, conocida personalmente y amada por ella misma. Es el clima en el que se aprende lo más fundamental, el marco adecuado donde el hombre encuentra un sentido trascendente de la vida. Los mecanismos y estrategias aprendidos en familia acompañarán a la persona probablemente a lo largo de toda su vida.
Pero en las megalópolis las familias se ven cada vez más aisladas, frágiles y con tendencia al hijo único. Necesitan apoyos más amplios que las fortalezcan y faciliten su estabilidad. Si están abandonadas a sí mismas, se vuelven espacios demasiado raquíticos sobre los que pesan inmensas responsabilidades, y pueden convertirse en fuentes de patologías relacionales que provocan grandes sufrimientos. Es conveniente, además del apoyo del Estado, que las familias se agrupen y desarrollen en «cuerpos sociales intermedios», que son ambientes más amplios de diálogo y de encuentro, de apoyo mutuo y solidaridad, que fortalezca su estabilidad y la formación global de los hijos.
En ellas cada individuo es conocido por su nombre, se comparten tradiciones, convicciones y fiestas, se solucionan conflictos y se establecen vínculos de cercanía y amistad en un clima de diversidad. Los cuerpos sociales intermedios actúan como fuente de moralidad y de marcos de referencia y valores para comprender el sentido de la vida. Y tienen su reflejo en la «galaxia Internet», en las redes sociales y comunidades virtuales, generando la acogida y la identificación que necesita el ser humano para crecer armónico, aunque esas mismas comunidades deben superar las tentaciones del localismo, el tribalismo y la exclusión.
La adecuada relación con la historia y la cultura
En la relación con la propia realidad cultural, lo local y lo global convergen armoniosamente cuando las personas tienen una identidad sólida y a la vez no temen abrirse a lo universal. Las claves de lectura de la historia se aprenden “por ósmosis” del entorno cultural, y con frecuencia se usan políticamente para generar adeptos y ganar votos.
Para evitar ser instrumentalizados por las facciones políticas en lucha, es necesario que cada persona comprenda que, si sus padres o la historia anterior a ella hubieran sido distintos, no se habría dado aquella circunstancia precisa y puntual en el tiempo y en el espacio que provocó su engendramiento concreto. Tanto la historia pequeña de su familia, más o menos pacífica o conflictiva, grata o dolorosa; como la historia amplia de su nación, etc. Tal como fueron, con sus avatares buenos y malos, son con-causas necesarias para su existencia concreta. Los protagonistas de hechos históricos anteriores se comportaron bien o mal, gozaron o sufrieron; pero para cada uno de los que hoy poblamos el planeta, esa Historia concreta ha dado lugar a la oportunidad única que ha posibilitado nuestro radical bien: existir. Si la Historia hubiera sido distinta, los encuentros personales, parejas y matrimonios habrían sido diversos: nosotros no existiríamos. Por otra parte, los contemporáneos no somos culpables ni tenemos méritos por lo acaecido en la Historia anterior a nosotros, sencillamente porque no existíamos.
Esta conciencia, si la persona está básicamente contenta de ser, trae consigo dos ventajas: por una parte, estará adecuadamente enraizada en su historia y la cultura o culturas concretas que le precedieron y que explican su origen e identidad. Al mismo tiempo, quedará libre de esa misma historia, del peso de posibles remordimientos sobre lo que hicieron sus antepasados y de resentimientos contra los contemporáneos de otras naciones, que tan poco son responsables de lo que hicieron sus antecesores. Se da cuenta de que es una «persona nueva», capaz de conocer la historia tal como fue, sin tapujos, y la realidad presente fruto de aquélla. Este exacto conocimiento puede ayudar a que se esfuerce en no repetir los errores, injusticias y crueldades cometidos en el pasado, y a que se sienta amistosamente fraterno con todos los coexistentes que deseen colaborar a mejorar el mundo.
Por el contrario, cuando en una familia o en una sociedad se cultiva el rechazo de la Historia o de una parte de ella, sus hijos y ciudadanos viven en perpetuo conflicto interior, atrapados en un conflicto irresoluble (nadie puede devolver la historia hacia atrás, ni cambiarla). Viven como ajenos en su propia piel, concentrados en los resentimientos contra el pasado, y atribuyendo sus desgracias de hoy a los herederos de sus enemigos de antaño. ¡Cuánto tiempo y energías perdidas! ¡Cuántos prejuicios perpetuados durante innumerables generaciones!
El conocimiento y gestión de las emociones
El hombre es mucho más que un «animal racional»: es un ser libre, inteligente y capaz de amar. Y las emociones están profundamente enraizadas en el cuerpo. El ser humano ha vivido un largo proceso de encuentro/desencuentro con su propio mundo afectivo y emocional a lo largo de la historia. Las diversas culturas han ofrecido, unas más otras menos, elementos para que la persona se conozca y gestione a sí misma (con su libertad, su razón y sus emociones) del mejor modo posible. La cultura occidental de hoy, recién desencantada de la ilustración y del racionalismo, se ha vuelto a volcar en la experiencia emotiva, acarreada por los medios de comunicación que saben muy bien explotarla en su provecho. Y todo el mundo sabe lo que puede hacer el imperio de las emociones y de la pasión en la vida de las personas. Se da la paradoja de que en nuestro tiempo las ciencias psicológicas y sociales conocen mejor que nunca los mecanismos emotivos humanos, y en cambio el saber popular los ignora completamente, por lo cual la educación familiar e incluso escolar suelen dejar el desarrollo emocional a la espontánea intuición, y sobre todo a la influencia mediática. ¿Cómo va a haber libertad responsable sin una formación emocional adecuada? Ésta contribuye, además, a desarrollar la capacidad de establecer auténticos vínculos de amistad más estables, duraderos y gratificantes.
Decía el Card. Paul Poupard, invitado a la «educación del corazón» que «al escindirse de la razón, el sentimiento queda abandonado a la fuerza arrolladora de la pasión, al exceso del sentimentalismo inútil, al vagabundeo afectivo permanentemente en busca de relaciones que den sentido a la existencia». Sentimientos escindidos de la libertad responsable y de la razón dan lugar a un panorama de infelicidad y anhelos imprecisos. El norteamericano Daniel Goleman impulsó una mayor conciencia en este sentido con su libro «La inteligencia Emocional», en el que señala el total analfabetismo en el que suele moverse el ser humano occidental en este campo. Hay que añadir a esto la conciencia de que el cuerpo, que expresa e incide en las emociones de un modo particularmente intenso, no es ni un extraño al que ignorar, ni una deidad a la que adorar. Es sencillamente uno mismo, el sustrato individual de la propia persona, al cual hay que respetar y conocer en su alta dignidad. Emociones, afectos, vínculos, corporalidad: temas que hoy la educación formal deja ignorados, silenciados o abandonados a la respuesta intuitiva de los adolescentes, bajo la influencia de los medios de comunicación social.
La pedagogía de la amistad y de las relaciones humanas duraderas es la base de los vínculos familiares del futuro. Esta puede ser considerada la gran ausente y la más urgente de las necesidades formativas, que será más eficaz cuanto mayor sea la coherencia y el respeto de los adultos que rodean al joven.
Una referencia profundamente humana y de gran trascendencia para cimentar esta formación son las catequesis del Papa Juan Pablo II sobre la «Teología del cuerpo», realizadas entre 1979 y 1981.
Conclusiones
Los inmensos esfuerzos y recursos que se dedican a la instrucción de los nuevos miembros de la sociedad no siempre se ven compensados por unos resultados satisfactorios. La «Sociedad digital» supone y exige una educación global que, como señalaba al inicio, requiere insistir en tres aspectos: formación humana, formación moral y religiosa, formación instrumental y mediática. En todas ellas es necesario recalcar la centralidad de la persona, la familia y el grupo, como ejes del nuevo paradigma que está naciendo, de modo que las redes no lo sean de máquinas, sino de personas.
Los Estados pueden ser entendidos como responsables del proceso global, a través del impulso de proyectos educativos a escala nacional. Pero además están las corporaciones intermedias, como asociaciones, comunidades religiosas, etc., como la Iglesia católica, que cuenta con una tupida red de entidades educativas. Y existen ahora todos los recursos que la propia tecnología ofrece: la educación a distancia, el e-learning y el autoaprendizaje a través de Internet y otros soportes fuera de línea. l acceso a la educación puede ser ampliado drásticamente.
Por eso uno se atreve a soñar, en el contexto más tecnificado que ha visto la Historia, que la propia sociedad favorezca conscientemente la maduración auténtica de sus miembros. Que ponga las bases para que las personas estén contentas y reconciliadas consigo mismas y su realidad. Que favorezca con urgencia la libre generosidad y la solidaridad social.
Las pistas aquí escogidas no agotan, evidentemente, un desiderátum global. La persona humana sigue siendo ¡afortunadamente! un misterio apasionante e irreductible, digno de la máxima atención de todos los esfuerzos de la sociedad.