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Estamos en la era de la plataforma, ¿y eso qué significa?

Si todo es una plataforma digital: sitios para hacer nuevos contactos, para compartir viajes, para pasear perros, ¿quiere decir que nada es una plataforma digital?

(es.wired.com/).-Marc Andreessen, inversionista de capital de riesgo, lamentó en una ocasión la ambigüedad que rodea a las plataformas digitales y escribió: “Siempre que alguien utilice la palabra ‘plataforma’, pregúntale ‘¿puede programarse?’ Si no, no es una plataforma, y puedes ignorar tranquilamente a quien esté hablando». El deseo de Andreessen de alinearse con una definición singular y compartida del término es comprensible. El mundo digital ya es bastante confuso desde el punto de vista metafísico. Incluso los objetos discretos y delimitados, como los sitios web o las aplicaciones, carecen de forma física concreta y pueden estar en varios lugares al mismo tiempo, lo que hace ambiguo si son «reales» o no. Las ‘plataformas’ introducen un nivel añadido de complejidad al crear un nuevo tipo de objeto para nosotros, uno que ni siquiera sigue la leve lógica de las categorías existentes, sino que habita en una especie única de no-ser que hace que sea notablemente difícil de entender.

Esta evasiva conceptual es sorprendente, dada la frecuencia con la que se mencionan las plataformas en el discurso tecnológico contemporáneo. Hay plataformas publicitarias, plataformas de redes sociales, plataformas que ayudan a gestionar cuentas en otras plataformas, plataformas de juegos, plataformas en la nube, plataformas de productos, plataformas para pasear al perro, para renovar, para crear redes, para compartir viajes… Las «empresas plataforma» constituyen algunas de las compañías más grandes y de más rápido crecimiento en las economías de renta alta y media, y en muchos casos son casi monopolios. En los márgenes, hay evangelistas tecnológicos que proclaman con entusiasmo que el propio cuerpo podría convertirse pronto en una plataforma, si es que no se ha transformado ya en una delante de nosotros. En resumen, vivimos en un mundo de plataformanía, como aseguran los autores del reciente libro El negocio de las plataformas.

¿Pero qué es una plataforma?

Para hacernos una idea de la extraña naturaleza de las plataformas, pensemos en Google. Aunque los productos y funciones específicos de Google forman parte de la plataforma, ninguno de ellos constituye la plataforma en sí. Se pueden eliminar Google Docs, Google Maps, Gmail, etc., pero Google seguiría siendo una plataforma. A la inversa, se le podrían añadir nuevas funciones y modalidades sin alterar fundamentalmente su continuidad. Como plataforma, Google atraviesa el espacio digital y físico de formas extrañas; a diferencia de los sitios web o las aplicaciones, contiene objetos físicos (como Google Home Mini y sus muchos usuarios que, coloquialmente, se dice que están «en» la plataforma), así como otras plataformas (como cuando Google compró y absorbió YouTube). Es indudablemente real (en muchos sentidos, Google como plataforma constituye su «esencia» más verdadera en la medida en que es esta lógica de plataforma la que le permite monetizarse y la que guía su estrategia), pero también es increíblemente difícil de percibir directamente. Es fantasmagórica, fugaz, solo observable a través de la periferia, siempre más allá de cualquier producto, aplicación, base de código o sitio web que se pueda encontrar, pero siempre presente. Si te pidiera que señalaras la plataforma Google, no está claro qué podrías señalar, aunque lo que señalaras formaría parte de ella casi con toda seguridad.

Debería hacernos reflexionar el hecho de que algo tan axiomático para nuestra comprensión de la cultura digital moderna esté tan poco estudiado. Sin embargo, cuando se trata de aparatos a gran escala, lo poco delimitado tiende a ser una característica, no un error.

La evolución de un término

Durante la mayor parte de su historia, «plataforma» no designaba nada tecnológico. Su origen se remonta al francés platte fourme («forma plana»). En su uso original, se asociaba a conceptos como diseños, planos y bocetos: formas planas que se materializaban en estructuras físicas. Cuando el término pasó al inglés, se hizo más concreto y literal, refiriéndose a una superficie plana elevada. Es este uso el que daría lugar al sentido político y figurado de «plataforma» como declaración de principios, ya que históricamente los políticos hacían sus llamamientos en estos escenarios. Solo siglos más tarde, en los años 80 y 90, comenzaría el uso computacional del término «plataforma»; al principio, se refería simplemente a los aparatos tecnológicos (softwarehardware, sistemas operativos) que soportaban la creación de aplicaciones, igual que una superficie plana soportaba a una persona (el sentido que Andreessen invocó en su apelación a la «programabilidad». Solo recientemente el término «plataforma» ha pasado a significar la «infraestructura digital» dispersa que «al nivel más general… permite que dos o más grupos interactúen», como escribe Nick Srnicek en Capitalismo de plataforma. Esa entidad nebulosa a la que antes aludíamos.

Esta historia nos ayuda a entender la popularidad de «plataforma» como apelativo de marketing. El experto en comunicación Tarleton Gillespie señala las formas en que los distintos sentidos del término se han utilizado para proteger a las empresas de las críticas, especialmente cuando tratan de atraer a diferentes bases de usuarios con intereses contrapuestos. El sentido igualitario y elevador de «plataforma» permite a estas empresas posicionarse simultáneamente como un mercado libre y abierto para los anunciantes, un espacio democráticamente igualador para los usuarios habituales y una entidad neutral para los reguladores y legisladores, adaptando su supuesta función a las prioridades del público al que se dirigen. Estas funciones contradictorias entran en juego cuando una empresa como YouTube intenta convenientemente enmarcar su plataforma como un dominio sobre el que ella y sus socios publicitarios tienen plenos derechos (reafirmando su capacidad de monetizar todo lo que quiera «[presentando] anuncios en todos los contenidos de la plataforma») y también como un espacio libertario que deja las cosas en manos de sus usuarios (distanciándose de los contenidos problemáticos con el argumento de que es «una plataforma más rica y relevante para los usuarios precisamente porque alberga una amplia gama de puntos de vista»). La flexibilidad del término confiere un aire de legitimidad y control a una marca, al tiempo que le permite eludir responsabilidades más profundas. No es de extrañar, pues, que tantas empresas se hayan apresurado a describirse a sí mismas como una de ellas.

Lo que se es y lo que se puede ser

Sin embargo, si reajustamos nuestra apertura, la historia del término revela algo mucho más interesante sobre la naturaleza de las plataformas contemporáneas: una tensión entre lo real y lo ideal. Al rastrear el uso del término, se observa un constante vaivén entre estos dos polos. Pensemos en las transiciones entre platte fourme (como plano o diseño), plataforma (como superficie física) y plataforma (como conjunto de creencias). A lo largo de su evolución, el término parece revolotear entre lo abstracto y lo concreto. Si miramos más de cerca, veremos que este dualismo se encuentra incluso en sus usos aparentemente sencillos. Un andén, por ejemplo, no solo se refiere a la superficie literal en la que uno puede dejar su equipaje mientras espera un tren, sino también a la interfaz conceptual que permite que pasajeros, conductores de tren y horarios trabajen en armonía. Estos andenes no son simples zonas físicas de espera, sino zonas integradas en una red informativa más amplia; el andén 5 de Grand Central es a la vez un lugar tangible de concreto y acero, y un nodo informativo que debe coordinarse con un sistema más amplio para garantizar la salida y llegada correctas de los trenes.

Esta tensión es clave para entender la extraña ontología de nuestros andenes hoy en día, ya que también median entre lo real (código, aplicaciones, usuarios) y lo potencial (el campo de posibles interacciones entre estos componentes). Esta intrínseca maleabilidad y apertura a la evolución es lo que hace que las plataformas sean tan difíciles de observar directamente. Solo si pensamos en términos fluidos de procesos y cambios podremos empezar a entender la plataforma, no como un objeto estático o una base tecnológica, sino como una infraestructura activa. Aquí es importante que no veamos la infraestructura de forma demasiado limitada (como si se refiriera simplemente al hardware o software de apoyo), sino que sigamos los pasos del teórico de los medios, John Durham Peters, y pensemos en ella de forma expansiva, como aquello que ordena «términos y unidades fundamentales», organiza «personas y propiedades, a menudo en redes», y establece «los términos en los que todo el mundo debe operar» (la idea del dinero, por ejemplo, puede considerarse una infraestructura paradigmática en este sentido). Esto nos devuelve a la noción original de platte fourme como plano o diseño estructural, algo que ordena y construye el mundo a su alrededor.

Si todo esto te parece demasiado abstracto, puede resultarte útil comparar estas plataformas modernas con un tipo de infraestructura virtual más contenida: el ajedrez. Al igual que las plataformas, el juego del ajedrez se esconde detrás de su forma física: se pueden quitar las piezas y el tablero, pero seguir jugando (como en el ajedrez por correspondencia, en el que basta con escribir las jugadas). Avanzamos poco cuando intentamos buscar la esencia del ajedrez en una pieza, un tablero o un jugador concretos; más bien, nos vemos obligados a mirar más allá, hacia el conjunto de reglas que rigen cómo dos personas pueden enfrentarse entre sí, que nos dice qué movimientos son válidos y cuáles no. Las plataformas son similares, ya que sirven como «infraestructuras que facilitan y dan forma a interacciones personalizadas», tal y como lo expresaron los autores de un estudio. Es algo que ordena un conjunto de diversas aplicaciones, usuarios y anunciantes, y les permite relacionarse de maneras determinadas en el mundo digital, igual que la infraestructura del ajedrez permite que dos personas se relacionen en el contexto de una partida.

Un error de categoría

Este análisis lingüístico nos lleva a una revelación sorprendente. Las plataformas son difíciles de identificar no porque no sean «reales» o estén mal aplicadas en el uso común, sino porque no son el tipo de cosa que pueda observarse directamente del modo en que puede observarse la funcionalidad de una aplicación o un producto. Por utilizar una metáfora del difunto filósofo Gilbert Ryle, sería como entrar en un campus y pedirle a alguien que te señale la universidad; aunque alguien pudiera dirigirte a edificios y departamentos concretos, la universidad en su conjunto, como una plataforma, existe en un registro distinto de esos objetos. Son la lógica fundacional que une estas partes, y confundirlas es lo que Ryle denomina «error de categoría», es decir, no entender con qué tipo de cosas se está tratando. Además, esto ayuda a explicar su extensión al mundo físico, ya que las plataformas son el tejido conectivo que permite a usuarios, dispositivos y aplicaciones relacionarse adecuadamente entre sí. Como infraestructura, existen, pero están ocultas (infra, o por debajo, de las cosas que ordenan). El no-ser fantasmagórico que identificamos por primera vez como una peculiaridad se deriva precisamente de esta tendencia infraestructural a la ocultación.

A menudo, las empresas destacan lo que sus plataformas «permiten», «racionalizan» o «facilitan», situándolas en el lenguaje de la posibilidad abierta. Sin embargo, siguiendo el ejemplo de los estudios sobre infraestructuras, deberíamos prestar atención a características como los puntos de estrangulamiento, los canales, las puertas que controlan lo que entra y lo que sale, y las transformaciones. Las plataformas conectan a usuarios y recursos, pero también prescriben de manera estricta las formas en que esas partes y aparatos pueden interactuar; tienen tanto que ver con la habilitación como con la delimitación. «La lógica de la apertura en realidad da lugar a nuevas formas de cierre, y es perfectamente compatible con ellas», escribe Nathaniel Tkacz. En este sentido, las plataformas son siempre necesariamente ideológicas y políticas. Estas limitaciones son lo que debería preocupar principalmente a cualquier análisis, ya que tienen la capacidad de alterar profundamente la forma en que navegamos por el mundo que nos rodea.

La plataforma que limita

No hay más que fijarse en aplicaciones de transporte compartido como Uber. A primera vista, Uber se presenta como un espacio liberador que conecta a conductores y pasajeros, una de las “mayores plataformas de trabajo independiente… en la intersección de los mundos físico y digital.” En realidad, la forma en que los usuarios pueden interactuar y cómo estos mundos físico y digital pueden relacionarse entre sí está prácticamente determinada por su lógica infraestructural. Recientemente, Uber amenazó con despedir a un conductor después de que este tomara una ruta inesperada tras el cierre de una carretera, señalándolo por actividad fraudulenta. La pertenencia a la plataforma exige transitar por los canales aprobados, evitando cualquier tipo de desviación dentro del paradigma. Incluso comportamientos como dejar propina pueden ser expulsados por introducir «fricción» en el sistema. Uber no solo pone en contacto a usuarios con conductores y automóviles. Los somete a un ecosistema muy controlado con poco margen para la divergencia creativa. Como lo describe Yanis Varoufakis, las plataformas digitales no son tanto intermediarios o mercados como «feudos o fincas privadas».

Más profundamente, como ocurre con muchas infraestructuras, las plataformas tienen la capacidad de transformar fundamentalmente sus insumos, es decir, sus usuarios. La plataforma de crowdsourcing MTurk, propiedad de Amazon, permite a las empresas contratar una gran cantidad de mano de obra distribuida para realizar pequeñas «microtareas» de poca importancia. Preocupantemente, Bezos ha descrito este tipo de trabajo como «inteligencia artificial artificial»: un trabajo que podría ser difícil de ejecutar para una computadora, pero que es fácil de subcontratar a través de individuos de todo el mundo. El comentario de Bezos deja claro que el objetivo de esta plataforma es incorporar a sus usuarios como extensiones brutas del aparato tecnológico de Amazon. Estos trabajadores no son asimilados como humanos, sino como paquetes de potencia informática para alimentar una «máquina pensante del siglo XXI»; sus deseos, sus habilidades y su existencia, más allá de la «microtarea», son expulsados como fricción innecesaria.

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Al estructurar y cartografiar nuestra relación con el entorno digital (y a menudo físico) que nos rodea, las plataformas afectan no solo nuestros comportamientos, sino también cómo nos vemos a nosotros mismos. Hacen que las cosas sean reales al tiempo que crean los límites de lo que está permitido en esa realidad. Al fin y al cabo, estar inmersos en un mundo compartido es una condición crítica de la existencia, y las plataformas están definiendo progresivamente el territorio y la mecánica de nuestros espacios compartidos. Un negocio que no esté en Google puede tener una ubicación física, pero no existirá en los registros informativos que son cada vez más esenciales para el descubrimiento y la percepción públicos; carecerá de presencia plena en la medida en que permanezca desintegrado dentro de las plataformas que utilizamos para navegar por el mundo que nos rodea. Además, dentro de estos espacios, las plataformas pueden dictar las identidades de que disponemos. En las plataformas de viajes compartidos, o eres pasajero o eres conductor, lo que no deja espacio para las formaciones fluidas que se dan en actos como compartir auto, en los que la gente suele cambiar de papeles a lo largo de un trayecto más largo. Si las plataformas están mal definidas ontológicamente, es porque son la base sobre la que bulle nuestra nueva ontología. Construyen los términos en los que todo lo demás tiene que funcionar, pero se niegan a definirse o delimitarse claramente.

Esto confiere a las plataformas un poder inmenso. Son las últimas de un linaje de infraestructuras que configuran nuestra «realidad consensuada», nuestro sentido del mundo y de las posibilidades que encierra. Ver fuera de ese campo totalizador puede ser difícil, como demuestra la popular fábula en la que un pez viejo le dice a uno joven: «Hoy el agua está bonita», a lo que el pez joven responde: «¿Qué es el agua?». Cuanto más miramos fijamente a estas plataformas en constante crecimiento, menos podemos distinguir su forma y sus fronteras. Sin embargo, si prestamos atención a las distorsiones y ondulaciones que dejan a su paso (los vectores que refuerzan, las puertas que establecen, las transformaciones que asumen) podemos desarrollar un sentido más fino de las aguas que nos rodean. A medida que aumenta el número de dominios sujetos a la plataformización, esta atención será crucial para garantizar que estamos construyendo una realidad en la que merece la pena vivir.

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