(catholic-link.com).- Cuando era pequeña, mi padre solía recordarme oportunamente la frase «si al hablar no has de agradar, es mejor callar». La misma que el conejito de la película de Bambi, Tambor, oía de su padre.
Debo reconocer que cuando mi padre me lo recordaba, era por algo, y yo revisaba minuto a minuto lo que había dicho y hecho, a ver quién se había podido sentir ofendido.
No era un ejercicio fácil. Cuando averiguaba aquello que podía haber sido inoportuno, no siempre estaba de acuerdo con él. Me molestaba que me corrigieran.
Pero con el paso del tiempo entendí que si él me aconsejaba con tanto amor era porque esperaba lo mejor de mí, porque sabía que yo podía hacerlo mejor.
Descubrí también que mi padre efectuaba con insistencia una de las obras espirituales de misericordia: corregir al que está en error. No solo en cuanto a decir o hacer algo inexacto, sino atendiendo también al cómo hacerlo o decirlo.
Si discutía su apreciación, yo me defendía apelando a la razón, y él me hacía ver que la razón no sirve de nada sin corazón.
Nuestra fe es una fe comunitaria
Esto, a veces, implica reconocer las debilidades del grupo, de la comunidad, los aciertos y errores de las decisiones conjuntas y también los puntos fuertes y débiles de cada uno.
Trabajamos para acercarnos y acercar a los demás la Buena Nueva del Evangelio, pero a veces, casi sin darnos cuenta, conseguimos todo lo contrario.
Esto puede suceder por diversos motivos: nuestros actos no se corresponden con nuestras palabras, nos expresamos con inexactitud, nos falta formación, nos perdemos en la forma o perdemos la humanidad.
Es posible que a veces detectemos en nuestro grupo (de catequistas, de animadores, etc.) que alguien no rema en la misma dirección que el resto.
Que su expresión no es muy acertada, o que posee conocimientos superficiales de algún tema y necesita mayor dominio.
No es cualquier cosa: nuestro servicio es en nombre de Dios y la responsabilidad es grande. Por ello es importante pensar cómo Dios se hace presente a través de nuestras actitudes y nuestras palabras.
Nuestro lenguaje, verbal y no verbal, acerca o aleja de Dios. La vida en Cristo es un continuo aprendizaje y ser discípulo misionero implica huir de la ignorancia.
Y si no, que se lo digan al protagonista de este divertido vídeo de «Casi Creativo» que te comparto:
La ignorancia es peligrosa, y muchas veces no somos conscientes de tenerla instalada en casa. ¿Cómo le decimos a alguien que hay algo que debe mejorar? ¿quién se atreve a corregir a otro?
No es tarea fácil, ni cómoda. Por eso, quizás deberíamos recordar cómo corregía Jesús, cómo ayudaba a los demás a ser mejores cada día.
La ternura de Jesús al corregir
Uno de los párrocos de mi comunidad acostumbraba a utilizar la palabra «despiste» para referirse al pecado. Pues reconocía en Jesús una admirable capacidad para separar el «error» del sujeto que yerra.
Por eso, Jesús se sentaba a comer con los que erraban, y se mostraba tierno y misericordioso con ellos. Compartía con ellos y se integraba en su vida.
Esto les hacía entender que eran amados, que eran importantes y que por su peso en la historia de la humanidad se esperaba de ellos que fueran mejores cada día, como en el caso de Zaqueo (Lc, 19: 1-10).
En cambio, cuando te corrigen aisladamente, sin amor, sin acompañamiento, sientes muchas veces como si te pegaran un tiro por la espalda. Algo que te sume en la decepción, la tristeza y la frustración.
Corregir requiere tiempo, tacto y orejas
Acercarnos a alguien para corregir una actitud o carencia requiere mucho tacto. Jesús esperaba el momento oportuno, porque sabía que cada quien tiene un ritmo y una historia a sus espaldas.
Conviene mirar a la otra persona con todos sus dones y talentos, reconociéndola valiosa e imprescindible para la misión encomendada.
Primero, debemos descubrir qué tan precioso tesoro guarda en su interior para que Dios la pusiera a trabajar con nosotros. A veces el afán nos obliga a ser prácticos, y resolver los problemas en poco tiempo.
Pero corregir a alguien requiere tiempo para conocer a la persona, sus circunstancias actuales y el concepto que tiene de sí misma.
Además, conviene acercarnos con actitud abierta, pues en el proceso podemos descubrir que somos nosotros los que nos equivocamos o los que no vemos con suficiente empatía y perspectiva la situación.
Nuestras orejas deben ser grandes y atentas, como las de Tambor, y nuestro corazón humilde.
Corregir supone corregirse
Pretender que los demás reciban bien nuestras correcciones, implica también que sepamos autocorregirnos, y que estemos dispuestos a recibir correcciones.
Corregirnos entre todos, nos ayuda a trabajar mejor en nuestra misión. Desde esta perspectiva, las apreciaciones de nuestros compañeros en el camino hacia la santidad debemos acogerlas con paz y meditarlas en el silencio de la oración.
Por eso, conviene incluir espacios para el diálogo y la formación de forma regular en nuestro calendario. Hoy es más fácil que nunca acceder a recursos y formaciones de todo tipo.
Nadie es demasiado mayor para aprender cosas nuevas. Seguramente, observaremos cómo de esta forma, poco a poco, todos nos vamos corrigiendo entre todos casi sin darnos cuenta. Y también, que con los dones y talentos de todos resolvemos nuestras carencias.
Sobre todo, ¡no nos estresemos!
Aunque Jesús buscó siempre con amor a los hombres, y pese a que muchos se abrieron a su luz… las cosas no siempre tuvieron un buen desenlace.
Fracasó con muchos porque se cerraron a su amor, a su perdón. De hecho, él mismo lo lamenta frente a su querida Jerusalén: «Al acercarse y ver la ciudad, lloró sobre ella y dijo: ¡Si al menos en este día comprendieras lo que lleva a la paz!» (Lc 19, 41-44).
Dejemos en manos de Dios el resto. Él conoce mejor que nadie el fruto de nuestras obras, aunque nosotros no vayamos a verlo.
La relación entre un padre y una hija es especial. Así también puede ser nuestra relación con Cristo, es más fácil recibir los consejos y correcciones de quien sabes que te quiere.
Por eso, asegúrate de que cuando corrijas, la otra persona sepa y sienta que la amas.