(Nexos.com – México ) – A finales del siglo XIX Henry James escribió un relato breve sobre las celebridades y el periodismo. La muerte del León es un antecedente raro que contribuye a debatir lo que hoy llamaríamos “acoso mediático”. En aquella historia, se prevé la polémica actual en la prensa: ¿tienen los medios derecho a invadir la vida privada de las personas públicas? ¿Cuál es el límite?
1984 es la narración implacable de un mundo controlado por el deseo de dominar la esfera íntima con todas las herramientas tecnológicas disponibles. Según la información revelada recientemente por un ex espía norteamericano, esa fantasía o pesadilla se cumplió. El cosmos privado fue conquistado. Todos somos parte del Gran Hermano, basta comprar un dispositivo móvil.
Facebook y Twitter son una prueba de cómo la tecnología ha convertido la información personal en un material indispensable para la mercadotecnia o el combate al terrorismo. El anuario familiar a la vista de todos los internautas, un acto de exhibición y de intrusión, simultáneos.
Estos tres casos muestran cómo la vida privada de todos está en la mira. La caza de revelaciones no sólo es asunto de las celebridades. Cualquiera es susceptible de ser vigilado o explorado. Sobran testimonios en internet de videos donde las personas se investigan con profundidad tan agresiva que ni los mejores periodistas de antaño. Hoy contamos con aparatos a la mano para capturar escenas de la vida privada y trasladarlas al reino de lo público. Este fenómeno reciente merece una indagación más clara: ¿cómo evolucionó? ¿Cuáles son sus resortes? ¿Por qué nos fascina? ¿Cómo ha conquistado a la opinión pública y a la esfera mediática?
Maquiavelo aconsejaba cuidarse de quienes imaginan repúblicas ideales, es fácil distraerse en las esperanzas y perder de vista lo que sucede frente a nuestros ojos. La experiencia del espectáculo, “The Show Must Go On” nos acompaña desde siglos atrás. No hay que mencionar los juicios contra Flaubert, Baudelaire o Wilde para reconocerlo. Sin embargo, hoy la cultura del escándalo domina los debates de la esfera pública. ¿Quien esté libre de sospecha que tire la primera piedra? ¿Cuál es la tendencia de esta nueva narrativa social? ¿Cómo explicamos nuestra fascinación por las noticias escandalosas, por los rumores y las acusaciones a diestra y siniestra?
La derrota del lector es el punto de partida. Giovanni Sartori anunció el advenimiento delhomo videns. Este cambio es estructural y puso en jaque a la cultura de la lectura. En promedio las personas dedican más de casi cuatro horas diarias a la televisión y apenas 15 minutos a leer.
La llegada de internet sólo confirma el avance de la experiencia visual. La formación de los niños comienza en una pantalla táctil y no en un texto. Antes que aprender a leer, la educación empezó frente al televisor. El poder de la imagen sustituyó al cultivo de la lectura y ese desplazamiento es el primer signo inequívoco de la nueva dinámica cultural. Los escándalos son expresiones gráficas. En los periódicos destaca la preeminencia de la foto sobre el texto y la explicación. Más que el análisis o el reportaje informado, basta con el pie de foto sugerente, lo demás es la interpretación del espectador, que ya no, lector.
La televisión se rige con un cronómetro distinto, mientras en la prensa escrita cabía la crítica y la profundidad del pensamiento, ante las cámaras el segundero es una guillotina. Por ejemplo, los mensajes de un candidato tienen que ser ajustados a los 20 o 30 segundos, no más. Bien dice Bill Clinton a propósito de sus campañas electorales: “no existen respuestas simples a problemas complicados. Pero las respuestas simples son las que mueven al electorado”. Para el politólogo Drew Westen este problema se explica porque con los datos actuales de la ciencia política está claro que “la gente vota al candidato que le provoca los sentimientos adecuados, no al que presenta los mejores argumentos”. La sonrisa de Maquiavelo se asoma en el fondo de una pantalla. Personificar afectos es más poderoso que contar con buenas ideas y razonamientos.
En la época de la imagen los hechos se ven. La confianza en la superioridad de la mirada trastorna el canon periodístico. Como Santo Tomás: hasta no ver, no creer. Antes de la televisión la única forma de saber qué había pasado era relatarlo. Esta costumbre propia de un reportero se ha perdido. Los acontecimientos se muestran, se ven. La realidad está bajo la mirilla de mil lentes. Observada desde un celular: “videada”. La metamorfosis cultural que representa la despedida del lector abre más interrogantes, pero ofrece una certeza básica: la imagen comparte nuestro futuro y tenemos que aprender a convivir con ella. La fuerza de una fotografía provoca tal conmoción que pudiera demoler la reputación o simplemente sembrar una sospecha tan dañina como un veredicto.
¿Por qué ha triunfado el escándalo en nuestra vida pública? ¿Por qué funciona? ¿Por qué se amplifican sus efectos en los noticieros? La respuesta espontánea más común menciona la rentabilidad del morbo. “Porque venden”, contestan. “Porque nos gusta el chisme”, insisten. Pero en ¿qué consiste esa atracción y cómo afecta el espectáculo a la democracia?
Mientras algunos politólogos esperan la llegada de una democracia deliberativa y se quejan del daño infligido por el escándalo a nuestra vida pública, lo evidente es que este fenómeno político ha cambiado las reglas del juego. Doris Garber, experta en estudios de opinión, concluye que con la información recabada hasta ahora es claro que “el ideal de una democracia deliberativa basada en exposiciones profundas y en el intercambio de argumentos civilizado sobre asuntos de importancia en los medios de comunicación no concuerda con las tendencias culturales”. En mi opinión, no tengo duda de que el escándalo es un arma muy eficaz para diferenciar a los adversarios políticos. Las razones pueden resumirse en cuatro: primero, el fin de las ideologías duras dio paso a la disputa por la credibilidad. Segundo, la sociología ya dictaminó la disolución de las fronteras entre lo público y lo privado con las consecuencias de una permeabilidad total. Tercero, el avance de la tecnología: todos somos reporteros; apenas compramos un dispositivo móvil podernos enviar información, sobre todo imágenes, a cualquier parte del mundo en segundos. Cuarto, el porqué de la eficacia del escándalo: su potencia como narrativa.
En conclusión, la eficacia de la política del escándalo tiene cuatro dispositivos básicos. John Thompson identificó tres como parte de un cambio sociológico de nuestra vida en común:
1.El fin de las ideologías sólidas. El derrumbe del Muro de Berlín dio lugar a un nuevo juego de contrastes político. Quedó atrás el antagonismo entre los grandes bloques. El poder se dirime en los términos de una batalla por un campo simbólico, dominado por el valor de la confianza. La pregunta fundamental ahora es quién tiene credibilidad y la forma de diferenciarte de tus adversarios es por un conjunto de valores: ¿cumples lo que prometes? ¿Eres honrado? ¿Dices la verdad? Por eso funciona el escándalo. Ataca el punto más frágil. Si pierdes la confianza, lo pierdes todo. La política ha caído en un proceso de moralización y cada vez más los medios actúan como un tribunal público; en particular, en países donde el Poder Judicial no tiene credibilidad ni eficacia. Por si fuera poco, la complejidad de los programas gubernamentales induce a las personas a ignorar temas que desconoce. Los ciudadanos prefieren opinar sobre la personalidad de sus líderes que sobre sus propuestas porque creen tener más elementos para juzgar el carácter del liderazgo, que la inteligencia de los planes de gobierno.
2. La disolución de la frontera entre lo público y lo privado. La distancia desapareció, cualquier persona con un valor público está expuesta a la observación y el escrutinio. El escándalo se mueve en esas arenas movedizas de la intimidad. Sin embargo, su efectividad depende de una reacción pública. Un tuit no hace verano. La trama tiene que salir a la luz. Publicarse para crear una espiral de opiniones que minen la credibilidad. Exponer la vida privada es el mecanismo preferido por el escándalo para minar la confianza y dañar la reputación. Quien desata el escándalo no es el que pone el tema en la mesa, sino todos los que conversan sobre él. Aunque queda una salida como Oscar Wilde: “Sólo hay una cosa en el mundo peor que estar en boca de los demás, y es no estar en boca de nadie”.
3. La revolución tecnológica ofrece el acceso a una cámara de video y a una grabadora en miniatura. Con estos instrumentos cualquiera puede ser escuchado o videograbado, donde quiera que se encuentre. Todos somos un periodista en potencia. Por si fuera poco, la velocidad que aporta la tecnología permite que una noticia se difunda de manera inmediata en tiempo real y esa inmediatez es un factor clave para reproducir y multiplicar el escándalo de forma global.
Propongo otra hipótesis. El escándalo es exitoso como dispositivo político por una razón simple y clásica: el amor por la narrativa. La gente desea que le cuenten una historia. Su atractivo reside en la trama. Como Tolstoi dice al inicio de Ana Karenina: “las familias felices no tienen historia”. El conflicto es el origen de toda narrativa y en el escándalo se reúne un coctel perfecto: suspenso, melodrama y moraleja. El suspenso estimula la atención y el seguimiento de la historia. El control de la información es el secreto para conservar el atractivo de la intriga. El melodrama simplifica el relato para convertirlo en un conflicto entre buenos y malos. La moraleja resuelve nuestro dilema moral. Nos dice quién fue el culpable y cuál es el castigo. Transformar un hecho en un escándalo significa atacar el corazón de la identidad de una persona para minar su credibilidad. Esa plataforma de asalto es una maniobra basada en un régimen de valores que pretende conservar o incrementar la confianza de la gente. En estos tiempos democráticos la palabra política más valiosa no es otra que credibilidad. Mientras sea así, el escándalo será el rey de las contiendas.
José Carlos Castañeda
Escritor.