Discurso del Papa al mundo de la universidad y de la cultura en su último día de estancia en Budapest.
(es.zenit.org).-Por la tarde del domingo 30 de abril, tras abandonar la Nunciatura Apostólica, lugar donde el Papa se alojó en Budapest, Francisco se trasladó a la Universidad Católica Péter Pázmány donde, en la Facultad de Informática y Ciencias Biónicas, tuvo lugar el Encuentro con el mundo de la universidad y de la cultura.
Saludo a cada uno de ustedes y les agradezco las hermosas palabras que se han pronunciado y sobre las que me detendré dentro de un momento. Esta es la última reunión de mi visita a Hungría y, con el corazón agradecido, me gusta pensar en el curso del Danubio, que conecta este país con muchos otros, uniendo no sólo su geografía sino también su historia. La cultura, en cierto modo, es como un gran río: conecta y fluye a través de diversas regiones de la vida y la historia, enlazándolas entre sí, permite navegar por el mundo y abrazar países y tierras lejanos, sacia la sed de la mente, irriga el alma y hace crecer a la sociedad. La propia palabra cultura deriva del verbo cultivar: el conocimiento supone una siembra diaria que, inmersa en los surcos de la realidad, da sus frutos.
Hace cien años, Romano Guardini, gran intelectual y hombre de fe, inmerso en un paisaje singular por la belleza del agua, tuvo una fecunda intuición cultural. Escribió:
«En estos días he comprendido más que nunca que hay dos formas de conocimiento […], una lleva a sumergirse en el objeto y en su contexto, de modo que el hombre que quiere conocer intenta vivir en él; la otra, por el contrario, reúne las cosas, las descompone, las ordena en cajas, adquiere el dominio y la posesión de ellas, las domina» (Lettere dal Lago di Como. La tecnica e l’uomo, Brescia 2022, 55).
Distingue entre un conocimiento humilde y relacional, que es como «un reinar que se obtiene sirviendo; un crear según la naturaleza, que no va más allá de los límites establecidos» (cf. p. 57), y otro modo de conocimiento, que «no observa, sino que analiza […] ya no se sumerge en el objeto, lo capta» (p. 56).
Y en este segundo modo de conocer, «las energías y las sustancias se hacen converger hacia un único fin: la máquina» (p. 58), y «se desarrolla así una técnica de la sujeción del ser vivo» (pp. 59-60).
Guardini no demoniza la tecnología, que nos permite vivir mejor, comunicarnos y tener muchas ventajas, sin embargo advierte del riesgo de que se convierta en reguladora, cuando no en dominadora, de la vida. En este sentido veía un gran peligro: «El hombre pierde todos los vínculos interiores que le dan un sentido orgánico de la medida y formas de expresión en armonía con la naturaleza» y, «mientras en su interior se ha quedado sin contornos, sin medida, sin dirección, establece arbitrariamente sus fines y obliga a las fuerzas de la naturaleza, dominadas por él, a ponerlos en práctica» (p. 60). Y dejó a la posteridad una pregunta inquietante: «¿Qué será de la vida si acaba bajo este yugo? […] ¿Qué ocurrirá […] cuando nos enfrentemos a los imperativos imperantes de la tecnología? La vida, a estas alturas, está enmarcada en un sistema de máquinas. […] En un sistema así, ¿puede la vida seguir viva?» (p. 61).
¿Puede la vida seguir viva? Es una pregunta que, sobre todo en este lugar, donde se exploran las tecnologías de la información y las «ciencias biónicas», conviene plantearse. De hecho, lo que Guardini vislumbró es evidente hoy en día: pensemos en la crisis ecológica, en que la naturaleza simplemente reacciona al uso instrumental que hemos hecho de ella. Pensemos en la falta de límites, en la lógica del «se puede hacer, luego está permitido». Pensemos también en el deseo de poner en el centro de todo no a la persona y sus relaciones, sino al individuo centrado en sus propias necesidades, ávido de ganancias y voraz por captar la realidad. Y pensamos en la consiguiente erosión de los lazos comunitarios, por la que la soledad y el miedo, de condiciones existenciales, parecen convertirse en condiciones sociales.
Cuántos individuos aislados, muy «sociales» y poco sociales, recurren, como en un círculo vicioso, a los consuelos de la tecnología como rellenos del vacío que sienten, corriendo aún más frenéticamente mientras, subyugados a un capitalismo salvaje, sienten sus propias debilidades como más dolorosas, en una sociedad donde la velocidad externa va de la mano de la fragilidad interna. Este es el drama.
Al decir esto, no quiero engendrar pesimismo -sería contrario a la fe que tengo la alegría de profesar-, sino reflexionar sobre esta «tracotencia del ser y del tener», que ya en los albores de la cultura europea Homero veía como amenazadora, y que el paradigma tecnocrático exacerba, con un cierto uso de algoritmos que puede representar un riesgo más de desestabilización de lo humano.
En una novela que he citado repetidamente, “El amo del mundo”, de Robert Benson, se observa «que la complejidad mecánica no es sinónimo de verdadera grandeza y que en la exterioridad más suntuosa se esconde la insidia más sutil» (Verona 2014, 24-25). En este libro un tanto «profético», escrito hace más de un siglo, se describe un futuro dominado por la tecnología y en el que todo, en nombre del progreso, se estandariza: por todas partes se predica un nuevo «humanitarismo» que anula las diferencias, arrasando con la vida de los pueblos y aboliendo las religiones. Abolir las diferencias, todas. Ideologías opuestas convergen en una uniformización que coloniza ideológicamente. Este es el drama, la colonización ideológica; el hombre, en contacto con las máquinas, se aplana cada vez más, mientras que la vida común se entristece y enrarece. En ese mundo avanzado pero sombrío que describe Benson, donde todos parecen insensibles y anestesiados, parece obvio descartar a los enfermos y aplicar la eutanasia, así como abolir las lenguas y culturas nacionales para alcanzar la paz universal, lo que en realidad se convierte en una persecución basada en la imposición del consentimiento, hasta el punto de que un protagonista afirma que «el mundo parece estar a merced de una vitalidad perversa, que todo lo corrompe y confunde» (p. 145).
Me he aventurado en este sombrío examen porque es precisamente en este contexto donde mejor brillan los papeles de la cultura y de la universidad. En efecto, la universidad es, como su propio nombre indica, el lugar donde el pensamiento nace, crece y madura abierto y sinfónico; no monótono, no cerrado: abierto y sinfónico. Es el «templo» donde el saber está llamado a liberarse de los estrechos confines del tener y del poseer para convertirse en cultura, es decir, en «cultivo» del hombre y de sus relaciones fundantes: con lo trascendente, con la sociedad, con la historia, con la creación. El Concilio Vaticano II afirma a este respecto: «La cultura debe tender a la perfección integral de la persona humana, al bien de la comunidad y de toda la sociedad humana. Por eso es necesario cultivar el espíritu de tal modo que se desarrollen las facultades de admiración, intuición y contemplación, y se llegue a ser capaz de formarse un juicio personal y de cultivar el sentido religioso, moral y social» (Constitución pastoral Gaudium et spes, 59). Ya en la antigüedad se decía que el comienzo del filosofar es la admiración, la capacidad de admiración. Desde esta perspectiva, aprecio mucho sus palabras. Las suyas, Monseñor Rector, cuando dijo que «en todo verdadero científico hay algo del escriba, del sacerdote, del profeta y del místico»; y también que «con la ayuda de la ciencia no sólo queremos comprender, también queremos hacer lo correcto, es decir, construir una civilización humana y solidaria, una cultura y un medio ambiente sostenibles. Con un corazón humilde podemos escalar no sólo la montaña del Señor, sino también la montaña de la ciencia».
Es cierto: los grandes intelectuales son humildes. El misterio de la vida, por otra parte, se revela a quienes saben entrar en las pequeñas cosas. A este respecto, es hermoso lo que nos dijo Dorottya: «Descubriendo cada vez más pequeños detalles, nos sumergimos en la complejidad de la obra de Dios». Entendida así, la cultura representa verdaderamente la preservación de lo humano. Sumerge en la contemplación y forma personas que no están a merced de las modas del momento, sino firmemente arraigadas en la realidad de las cosas. Y que, como humildes discípulos del saber, sienten que deben ser abiertos y comunicativos, nunca rígidos y combativos. Quien ama la cultura, de hecho, nunca se siente llegado y en su sitio, sino que lleva dentro una sana inquietud. Investiga, cuestiona, arriesga, explora; sabe salir de sus propias certezas para aventurarse humildemente en el misterio de la vida, que va de la mano de la inquietud, no de la costumbre; que se abre a otras culturas y siente la necesidad de compartir conocimientos. Este es el espíritu de la universidad, y os doy las gracias por vivirlo así; como nos decía el profesor Major sobre la belleza de cooperar con otras realidades educativas, a través de programas de investigación compartidos y también acogiendo a estudiantes de otras regiones del mundo, como Oriente Medio, especialmente de la atormentada Siria. Es abriéndose a los demás como uno llega a conocerse mejor a sí mismo. La apertura, el abrirse a los demás es como un espejo: me hace conocerme mejor.
La cultura nos acompaña en el conocimiento de nosotros mismos. Así lo recuerda el pensamiento clásico, que nunca debe desvanecerse. Me vienen a la mente las famosas palabras del oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo». Es una de las dos frases guía que me gustaría dejarles para concluir. Pero, ¿qué significa conocerse a sí mismo? Significa saber reconocer los propios límites y, en consecuencia, frenar la presunción de autosuficiencia. Es bueno para nosotros, porque es sobre todo reconociéndonos como criaturas como nos volvemos creativos, sumergiéndonos en el mundo en lugar de dominarlo. Y mientras el pensamiento tecnocrático persigue un progreso que no admite límites, el hombre real también está hecho de fragilidad, y a menudo es ahí donde comprende que depende de Dios y está conectado con los demás y con la creación. La frase del oráculo de Delfos nos invita, pues, a un conocimiento que, partiendo de la humildad, de la humildad del límite, descubra nuestro propio y maravilloso potencial, que va mucho más allá del de la técnica. Conocerse a sí mismo, en otras palabras, exige mantener unidas, en una dialéctica virtuosa, la fragilidad y la grandeza del hombre. De la maravilla de este contraste surge la cultura: nunca satisfecha y siempre en búsqueda, inquieta y comunitaria, disciplinada en su finitud y abierta a lo absoluto. Os deseo que cultivéis este apasionante descubrimiento de la verdad.
La segunda frase guía se refiere precisamente a la verdad. Es una frase de Jesucristo: «La verdad os hará libres» (Jn 8,32). Hungría vio la sucesión de ideologías que se imponían como verdad, pero no daban la libertad. Y aún hoy el riesgo no ha desaparecido: pienso en la transición del comunismo al consumismo. Lo que ambos «ismos» tienen en común es una falsa idea de la libertad; la del comunismo era una «libertad» constreñida, limitada desde fuera, decidida por otro; la del consumismo es una «libertad» libertina, hedonista, autoaplanadora, que nos esclaviza al consumo y a las cosas. Y ¡qué fácil es pasar de los límites impuestos al pensamiento, como en el comunismo, al pensamiento propio sin límites, como en el consumismo! De una libertad contenida a una libertad sin límites. Jesús, en cambio, ofrece una salida, diciendo que es verdad lo que libera, lo que libera al hombre de sus adicciones y cerrazones. La clave para acceder a esta verdad es un saber nunca desvinculado del amor, relacional, humilde y abierto, concreto y comunitario, valiente y constructivo. Esto es lo que las universidades están llamadas a cultivar y la fe a alimentar. Deseo, por tanto, que ésta y todas las Universidades sean un centro de universalidad y de libertad, una obra fecunda de humanismo, un laboratorio de esperanza. Os bendigo de corazón y os agradezco lo que hacéis. Muchas gracias.