Los padres acceden cada vez más temprano a comprarles un teléfono
(LaVanguardia.com).-El que se acuesta con niños… En estos tiempos donde la cama grande se estira un poco más para recibir a los hijos, donde la cabecera de la mesa dejó de ser un lugar de privilegio, en este mundos de puertas sin picaportes, ojos de cerraduras con forma de redes sociales; en estos tiempos es imprescindible pensar cómo deben administrar los padres el ingreso de los hijos al mundo de la tecnología. Y en particular al de la telefonía móvil, gran caja negra de los habitantes de este mundo siglo XXI.
En esta delgada línea entre intimidad y extimidad, mundo privado y mundo público, los adultos deben regular qué información reciben sus niños pequeños. Los padres no deberían prestar sus teléfonos a sus hijos, y mucho menos cuando deben cumplir su función esencial, la de comunicar.
El que se acuesta con niños… En estos tiempos donde la cama grande se estira un poco más para recibir a los hijos, donde la cabecera de la mesa dejó de ser un lugar de privilegio, en este mundos de puertas sin picaportes, ojos de cerraduras con forma de redes sociales; en estos tiempos es imprescindible pensar cómo deben administrar los padres el ingreso de los hijos al mundo de la tecnología. Y en particular al de la telefonía móvil, gran caja negra de los habitantes de este mundo siglo XXI.
En esta delgada línea entre intimidad y extimidad, mundo privado y mundo público, los adultos deben regular qué información reciben sus niños pequeños. Los padres no deberían prestar sus teléfonos a sus hijos, y mucho menos cuando deben cumplir su función esencial, la de comunicar.
“Ale, cuando puedas llámame antes del mediodía por favor, necesito urgente hablar con usted”, el mensaje de una paciente de 35 años, a las 8 de la mañana de un lunes. La llamo en el primer intervalo que tengo. No obtengo respuesta. Repito la operación tres o cuatro veces en los huecos que tuve.
A la noche, y ya algo preocupado, logro comunicarme: “Perdona, estuvo mi gordo con el móvil”, responde. El “gordo” es su hijo de ocho años, y la pregunta que siguió fue “¿Qué hacía tu hijo con tu móvil, cuando estabas esperando un llamado ‘urgente’ de tu terapeuta?”.
Un niño debería tener teléfono móvil cuando empieza a moverse solo por la calle
No digo nada nuevo si hablo de la relación pasional, tóxica y simbiótica entre máquinas y personas, entre móviles y sus dueños. La relación de los niños con la tecnología es compleja, la de los adultos también lo es. O mejor dicho, el vínculo entre los niños y la tecnología es el resultante del espejo en el que se miran, y de los permisos que los adultos, sin quererlo o sin saberlo, habilitamos.
Digo en primer lugar: un niño debería tener acceso a un teléfono móvil a partir de sus primeros pasos en forma independiente de la mirada de un adulto. Esto es, cuando comienza a manejarse solo por las calles. Entre los 10 y los 11 años, o cuando sea que comience a incursionar de su casa a la escuela, por ejemplo, sin la presencia de un mayor. Ese primer móvil debe ser de bajísima gama, no el último modelo con triple cámara, señuelo para los amantes de lo ajeno incorporado.
Los teléfonos han mutado en los últimos años a una gran caja multifunción donde la función original se ha diluido para pasar a un plano secundario. Las distintas aplicaciones, la navegación por Internet y las redes sociales a la cabeza han desplazado por muchos cuerpos a la sencilla necesidad de “llamar a alguien por teléfono”.
La pantalla del móvil es un universo en donde niños y grandes nos sumergimos durante horas y horas. Para situar en contexto: es difícil negarle a un niño un teléfono cuando ven que sus padres son la prolongación de estos aparatos. Los chicos no nos oyen todo el tiempo pero no dejan de mirarnos y ven la relación que los adultos tenemos con nuestros teléfonos, lo que despierta su interés por tener uno.
El que se acuesta con niños… En estos tiempos donde la cama grande se estira un poco más para recibir a los hijos, donde la cabecera de la mesa dejó de ser un lugar de privilegio, en este mundos de puertas sin picaportes, ojos de cerraduras con forma de redes sociales; en estos tiempos es imprescindible pensar cómo deben administrar los padres el ingreso de los hijos al mundo de la tecnología. Y en particular al de la telefonía móvil, gran caja negra de los habitantes de este mundo siglo XXI.
En esta delgada línea entre intimidad y extimidad, mundo privado y mundo público, los adultos deben regular qué información reciben sus niños pequeños. Los padres no deberían prestar sus teléfonos a sus hijos, y mucho menos cuando deben cumplir su función esencial, la de comunicar.
“Ale, cuando puedas llámame antes del mediodía por favor, necesito urgente hablar con usted”, el mensaje de una paciente de 35 años, a las 8 de la mañana de un lunes. La llamo en el primer intervalo que tengo. No obtengo respuesta. Repito la operación tres o cuatro veces en los huecos que tuve.
A la noche, y ya algo preocupado, logro comunicarme: “Perdona, estuvo mi gordo con el móvil”, responde. El “gordo” es su hijo de ocho años, y la pregunta que siguió fue “¿Qué hacía tu hijo con tu móvil, cuando estabas esperando un llamado ‘urgente’ de tu terapeuta?”.
Un niño debería tener teléfono móvil cuando empieza a moverse solo por la calle
No digo nada nuevo si hablo de la relación pasional, tóxica y simbiótica entre máquinas y personas, entre móvile y sus dueños. La relación de los niños con la tecnología es compleja, la de los adultos también lo es. O mejor dicho, el vínculo entre los niños y la tecnología es el resultante del espejo en el que se miran, y de los permisos que los adultos, sin quererlo o sin saberlo, habilitamos.
Digo en primer lugar: un niño debería tener acceso a un teléfono móvil a partir de sus primeros pasos en forma independiente de la mirada de un adulto. Esto es, cuando comienza a manejarse solo por las calles. Entre los 10 y los 11 años, o cuando sea que comience a incursionar de su casa a la escuela, por ejemplo, sin la presencia de un mayor. Ese primer móvil debe ser de bajísima gama, no el último modelo con triple cámara, señuelo para los amantes de lo ajeno incorporado.
Los teléfonos han mutado en los últimos años a una gran caja multifunción donde la función original se ha diluido para pasar a un plano secundario. Las distintas aplicaciones, la navegación por Internet y las redes sociales a la cabeza han desplazado por muchos cuerpos a la sencilla necesidad de “llamar a alguien por teléfono”.
La pantalla del móvil es un universo en donde niños y grandes nos sumergimos durante horas y horas. Para situar en contexto: es difícil negarle a un niño un teléfono cuando ven que sus padres son la prolongación de estos aparatos. Los chicos no nos oyen todo el tiempo pero no dejan de mirarnos y ven la relación que los adultos tenemos con nuestros teléfonos, lo que despierta su interés por tener uno.
Es difícil negarle a un niño un teléfono cuando ven que sus padres son la prolongación de estos aparatos
Viendo el romance idílico, pasional y fogoso que tenemos los adultos con nuestros teléfonos, el aparatito en cuestión se convierte en objeto de deseo, y lo que es peor: sienten que lo necesitan. En estos tiempos líquidos en los que vivimos, necesidad y deseo se confunden , se superponen, se fusionan una en otra.
Siendo mi hijo mayor muy pequeño -y de esto hace 20 años ya- estaba yo en mi casa leyendo cuando me sorprende un grito agónico: “¡¡¡Papá!!!!”. Corro a su habitación, asustado, imaginando algún golpe, o bicho raro atacando, y lo veo muy cómodo mirando el televisor, me estira la manito, me lleva hacia él y me dice, con sus 5 añitos: “Papá, necesito un ‘frutator’”.
Miro la pantalla tratando de entender. Estaba viendo mi hijo un canal de venta directa, y el “frutator” no era otra cosa que un sofisticado accesorio para pelar frutas y verduras que el niño creía “necesitar”: no quería, no deseaba, necesitaba ese aparato.
El que se acuesta con niños… En estos tiempos donde la cama grande se estira un poco más para recibir a los hijos, donde la cabecera de la mesa dejó de ser un lugar de privilegio, en este mundos de puertas sin picaportes, ojos de cerraduras con forma de redes sociales; en estos tiempos es imprescindible pensar cómo deben administrar los padres el ingreso de los hijos al mundo de la tecnología. Y en particular al de la telefonía móvil, gran caja negra de los habitantes de este mundo siglo XXI.
En esta delgada línea entre intimidad y extimidad, mundo privado y mundo público, los adultos deben regular qué información reciben sus niños pequeños. Los padres no deberían prestar sus teléfonos a sus hijos, y mucho menos cuando deben cumplir su función esencial, la de comunicar.
“Ale, cuando puedas llámame antes del mediodía por favor, necesito urgente hablar con usted”, el mensaje de una paciente de 35 años, a las 8 de la mañana de un lunes. La llamo en el primer intervalo que tengo. No obtengo respuesta. Repito la operación tres o cuatro veces en los huecos que tuve.
A la noche, y ya algo preocupado, logro comunicarme: “Perdona, estuvo mi gordo con el móvil”, responde. El “gordo” es su hijo de ocho años, y la pregunta que siguió fue “¿Qué hacía tu hijo con tu móvil, cuando estabas esperando un llamado ‘urgente’ de tu terapeuta?”.
Un niño debería tener teléfono móvil cuando empieza a moverse solo por la calle
No digo nada nuevo si hablo de la relación pasional, tóxica y simbiótica entre máquinas y personas, entre móvile y sus dueños. La relación de los niños con la tecnología es compleja, la de los adultos también lo es. O mejor dicho, el vínculo entre los niños y la tecnología es el resultante del espejo en el que se miran, y de los permisos que los adultos, sin quererlo o sin saberlo, habilitamos.
Digo en primer lugar: un niño debería tener acceso a un teléfono móvil a partir de sus primeros pasos en forma independiente de la mirada de un adulto. Esto es, cuando comienza a manejarse solo por las calles. Entre los 10 y los 11 años, o cuando sea que comience a incursionar de su casa a la escuela, por ejemplo, sin la presencia de un mayor. Ese primer móvil debe ser de bajísima gama, no el último modelo con triple cámara, señuelo para los amantes de lo ajeno incorporado.
Los teléfonos han mutado en los últimos años a una gran caja multifunción donde la función original se ha diluido para pasar a un plano secundario. Las distintas aplicaciones, la navegación por Internet y las redes sociales a la cabeza han desplazado por muchos cuerpos a la sencilla necesidad de “llamar a alguien por teléfono”.
La pantalla del móvil es un universo en donde niños y grandes nos sumergimos durante horas y horas. Para situar en contexto: es difícil negarle a un niño un teléfono cuando ven que sus padres son la prolongación de estos aparatos. Los chicos no nos oyen todo el tiempo pero no dejan de mirarnos y ven la relación que los adultos tenemos con nuestros teléfonos, lo que despierta su interés por tener uno.
Es difícil negarle a un niño un teléfono cuando ven que sus padres son la prolongación de estos aparatos
Viendo el romance idílico, pasional y fogoso que tenemos los adultos con nuestros teléfonos, el aparatito en cuestión se convierte en objeto de deseo, y lo que es peor: sienten que lo necesitan. En estos tiempos líquidos en los que vivimos, necesidad y deseo se confunden , se superponen, se fusionan una en otra.
Siendo mi hijo mayor muy pequeño -y de esto hace 20 años ya- estaba yo en mi casa leyendo cuando me sorprende un grito agónico: “¡¡¡Papá!!!!”. Corro a su habitación, asustado, imaginando algún golpe, o bicho raro atacando, y lo veo muy cómodo mirando el televisor, me estira la manito, me lleva hacia él y me dice, con sus 5 añitos: “Papá, necesito un ‘frutator’”.
Miro la pantalla tratando de entender. Estaba viendo mi hijo un canal de venta directa, y el “frutator” no era otra cosa que un sofisticado accesorio para pelar frutas y verduras que el niño creía “necesitar”: no quería, no deseaba, necesitaba ese aparato.
Y en estos días, y desde hace años, se crean necesidades que poco tienen que ver con lo saludable, y mucho con las falsas utopías tras las cuales corremos sin sentido. De más está decir que no compré ningún “frutator”.
El gran problema en la aplicación de criterios lógicos y sensatos en relación al uso de tecnología en los chicos es la confusión entre necesidad y deseo. Un niño puede desear aquello que ve desde la cuna o desde su carrito de paseo. Con ojos de niño, desde que sale a este mundo, verá a los adultos relacionarse con aparatos y sobretodo con teléfonos móviles. Verá miradas de la gente que apuntan a los móviles, imaginará en su ensueño de despertar a la vida amores idílicos entre hombres y máquinas. Dirá ‘selfie’ antes que ‘osito’.
¿Qué podemos hacer?
– Eduquemos con el ejemplo. Restrinjamos en nosotros mismos a lo necesario nuestra propia conexión a los teléfonos.
– Evitemos la trampa de nuestra propia comodidad.Cuando los padres disponemos darle a nuestros hijos pequeños nuestros propios móviles para que se entretengan o dejen de hacer ruido para poder estar tranquilos en nuestro momento de descanso, trabajo o lo que fuere, estamos creando nuestra propia trampa. Inauguramos el “chupete electrónico”, la antesala de aquello que años más tarde lucharemos para regular. “Está todo el día con ese maldito aparato”, nos quejamos, y somos nosotros los que lo pusimos en sus manos mucho antes de que lo precisen.
– Demos tiempo necesario para el vínculo y el disfrute compartido. Garanticemos en la cena un momento de encuentro genuino y compartir con la familia lo que cada uno vivió durante el día, Se educa con los hechos no con el discurso.
– No caigamos en la trampa del todos lo tienen. La mayoría de los padres que dan a sus hijos pequeños un teléfono a muy corta edad porque todos en el colegio lo tienen, lo hacen en su gran mayoría no por convicción (porque no se puede estar convencido del disparate) sino por la presión social que experimentan, y por el miedo de dejar a su hijo como Tom Hanks en Náufrago. Si cada uno pudiera decidir por la creencia más genuina otra sería la historia, y los padres harían ellos mismos redes saludables para gestionar la salud emocional de los niños, porque de eso se trata.
– Hagamos un uso adecuado de las herramientas de control parental. No seamos hackers de nuestros hijos. Si no tenemos la confianza suficiente para darles un teléfono, entonces que no lo tengan, pero no reemplacemos miedos por apps de control al estilo de Life 360, a través de la cual podremos saber hasta la cantidad de saliva segregada por nuestros pequeños. Acompañar sin invadir es la ecuación exacta, una vez más: cerca para cuidarlos, lejos para no asfixiarlos.
– Demos a nuestros hijos información adecuada y científica respecto a los usos prudentes de las redes sociales que usarán. Recordemos que siempre van a ir una app por delante nuestro para huir del control parental. Facebook “es de viejos” , suelen decir los niños, y cuando nosotros manejemos el Instagram con la fluidez con la que ellos lo hacen, ya habrán salido de él para pasar a otra. Hoy el refugio es el Snapchat, lejos del alcance de los mayores de 30 años. El uso responsable de la tecnología es uno de los desafíos mayores que tenemos como padres, y tenemos que cuidar sin asfixiar.
– Regulemos el uso de los aparatos durante la noche. Para niños menores de 13 años, los teléfonos deben quedar apagados en horario pautado por los padres, y al momento de acostarse de ninguna manera pueden tenerlo con ellos y en modo activo. Los chicos utilizan el móvil como ronroneo para dormirse y la potencia adictiva de las redes sociales hace que se queden despiertos hasta altísimas horas. Cuanto más temprano eduquemos esto, menos conflictivo será a la hora de lidiar con adolescentes que lógicamente reclaman su independencia de la mirada de los padres.
– Hagamos prevención de la adicción al teléfono desde que nuestros hijos son pequeños. Si ofrecemos alternativas de entretenimiento sin pantallas, si estimulamos la comunicación hablada y cara a cara, el móvil no será el gran protagonista en la vida de nuestros hijos. Un adicto no nace, se hace.
– Estimulemos actividades al aire libre y sin conectividad.
—Hijo nos vamos una semana a Ushuaia ¿qué te parece?
—¿¿¿Hay wifi???
– No negociemos lo innegociable, los chicos que se esconden tras la pantalla de un teléfono crecen inseguros, con pocas habilidades comunicaciones y sociales; el manejo de las emociones y conflictos se les vuelve esquivo. Es más fácil decir por las redes que cara a cara, pero una vez más lo digo, los tiempos cambiaron, la esencia es la misma.
Apaguemos por un rato los teléfonos, encendamos la mirada y ¡¡¡la vida está servida!!!