El historiador francés, uno de los mayores especialistas en historia de la escritura, advierte sobre la nueva realidad que enfrentan los formatos editoriales tradicionales –libros, diarios, revistas– ante la irrupción de las pantallas, con su lógica vertical y la autonomía de los fragmentos.
(Perfil.com, Argentina).- Considerado como uno de los mayores especialistas en la historia del libro y la edición literaria, el francés Roger Chartier (1945) es uno de los historiadores más fulgurantes de la Escuela de los Annales, concepción que dominó la historiografía francesa del siglo pasado y que consiste en poner el foco en los procesos y las estructuras sociales, tomando en cuenta la subjetividad del historiador para la interpretación del pasado.
Miembro del College de France y director de la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales, estuvo recientemente en Buenos Aires invitado por la Unsam para participar en las Encrucijadas del Saber Histórico, que contaron con la presencia del italiano Carlo Guinzburg y del argentino José Emilio Burucúa. Chartier, que habla un español florido, resuma cordialidad y facundia; por lo tanto, entrevistarlo depara diversos placeres intelectuales de muy diversa tesitura.
—En estos días se ha publicado en Buenos Aires su libro “La mano del editor y el espíritu del impresor” (Katz). ¿Cuál es el lugar del trabajo editorial y la materialidad del libro en tiempos de la inmediatez digital?
—En el período que explora el libro, siglos XVI-XVIII, se trataba de un proceso colectivo en el cual intervenía el copista del manuscrito, el censor, el librero editor y las prácticas del taller tipográfico, entre otros agentes que se encontraban en el papel; hoy en día puede decirse que se mantiene una distinción entre la comunicación electrónica, en la cual cada uno puede mandar al mundo entero lo que ha escrito sin mediación alguna entre la persona que escribe y quien lee en la pantalla, ya sea desde las redes sociales, el blog o el correo electrónico y los formatos editoriales tradicionales. Frente a esto existe la posibilidad de mantener una idea de edición electrónica, que supone en una nueva tecnología los mismos gestos anteriores: construcción de un catálogo, copy-editing con los autores y sobre todo una política editorial. Hoy en día existen dos formas de publicación, la comunicación electrónica y la edición electrónica. Por un lado la lógica del open access –comunicación libre, gratuita, inmediata– o bien la tensión de los intereses comerciales de los monopolios de la edición de revistas electrónicas ante las que se enfrentan las comunidades científicas. No sé qué pasará en el futuro, pero el peligro de hoy es la equivalencia, pensar que se trata de lo mismo. Hay que evitar tanto las lamentaciones de un mundo perdido arrasado por el mundo digital como el entusiasmo que considera que es lo mismo comprar un libro que leerlo en otro soporte. Son lógicas diferentes.
—¿Cómo es eso?
—La del mundo digital es una lógica temática: temas, tópicos, rúbricas. Es una lógica vertical. Se encuentra con facilidad lo que se busca. La lógica de la escritura tradicional es horizontal; en la yuxtaposición de un diario hay una serie de artículos sobre la página numerada, lo mismo que en una revista, donde cada párrafo corresponde a un lugar dentro de una totalidad.
—Sin embargo, el libro parece atravesar una crisis ontológica. ¿Es posible apostar por el libro como una garantía de la unidad del mundo? ¿cuál es el lugar del fragmento en esta lógica contemporánea?
—Evidentemente el mundo digital introduce una discontinuidad esencial; la del libro, pero también la revista y el diario. En textos digitales el fragmento adquiere autonomía, puesto que la relación con la totalidad no es visible ni necesariamente buscada. Ese es justo el desafío, porque ahora se leen fragmentos cuando tales fragmentos fueron concebidos como una totalidad, bajo otra lógica. Sin embargo, queda abierta la proyección: tal vez el mundo digital pueda transformar radicalmente la cultura escrita si definimos el fragmento no como parte de una totalidad, sino como unidades textuales autónomas.
Creo que no alcanzamos a ver todas las posibilidades del mundo digital, es decir, una cultura escrita de textos abiertos, maleables, móviles, hipertextuales y que en este sentido hacen desaparecer los conceptos de autoría, propiedad intelectual y el concepto mismo de libro como discurso coherente. En ese sentido la palabra fragmento no tendría sentido. Hay algo paradójico en imponer al mundo digital las categorías del mundo precedente.
—¿Cree que el libro como tecnología es insuperable?
—Eso creía Umberto Eco, pero yo no estoy tan convencido. En primer lugar, ¿qué es un libro? Un objeto material, pero si estamos en un mundo digital entonces el concepto desaparece. El libro de Eco es una forma de discurso diferenciado, un género textual que tiene como categoría principal la totalidad, una forma que se acaba cuando cambia su forma material. Hoy existe una disociación entre el cuerpo y el contenido porque el cuerpo puede desaparecer. Si desaparece el cuerpo, ¿se mantiene el alma, es decir, la totalidad textual? Borges, por ejemplo, quería escribir una historia del libro sin libro, una metáfora de la lectura, puesto que cuando leemos no nos quedamos con la materialidad del objeto, sino con el libro como obra. Estas categorías se afectan radicalmente al leer en una pantalla.
Shakespeare, Cervantes… y Trump
En ocasión de la exposición 1616. Shakespeare/Cervantes organizada por la Biblioteca Nacional, Chartier impartió conferencias sobre los posibles encuentros textuales entre los autores y la geografía cervantina, por lo que resultó indispensable conocer su opinión sobre el estado del español en los Estados Unidos, el país con mayor expansión lingüística en el siglo XXI en tiempos de la intolerancia y el racismo de Donald Trump:
“Anteriormente, el inglés era una lengua menor, de mercaderes; Cervantes no pudo conocer al autor, aunque al revés es muy probable que sí, como lo señala el famoso caso de Cardenio. Si pensamos en el presente, en el imperialismo lingüístico del inglés que comprende la mayor parte de la publicación electrónica, se trata de la lengua de mayor intercambio en las disciplinas científicas y de la lengua del comercio. Sin embargo, la fuerza demográfica del español en los Estados Unidos es algo extraordinario; la presencia de inmigrantes de países de habla española, a pesar de la voluntad terrible del señor Trump, constituye una fuerza fantástica en relación con el cine, la música y la literatura.
Hay una gran parte de estudiantes de high school y universitarios interesados en conocer la presencia lingüística-estética del español de América Latina, representada por las tradiciones culturales argentinas, chilenas y por la cinematografía mexicana. El problema que veo –doy clases todos los años en Pennsylvania– es que no se pasa del interés por la lengua al reconocimiento de la importancia de lo que se ha escrito y se escribe en español cuando pensamos en términos de filosofía, ciencias humanas o historia.
La gente que aprende español para leer directamente a García Márquez o seguir las películas mexicanas no imagina que existe para sus estudios una lengua que produce trabajos y obras fundamentales; existe una distinción entre el español como lengua de cultura y descubrimiento del mundo y el español como lengua del pensamiento y la antropología. Es necesario hacer un esfuerzo para convencer a la gente de que existen obras fuera del inglés indispensables para la investigación, no porque traten del mismo tema, sino porque son modelos de análisis y de prácticas específicas de inteligibilidad. Este me parece el desafío fundamental del español en los Estados Unidos, aunque no sé si se podría pensar en estos mismos términos la problemática fuera del país o en los países del norte de Europa. Acaso también se trata de un conflicto aplicable para el portugués de Brasil. Acá hay una visión más global de la América Latina, desde México hasta Tierra del Fuego”.
Rafael Toriz