(www.lanacion.com.ar) Pueblan desde hace siglos los bestiarios, esos catálogos de especies imposibles. Algunos de los más hermosos (la mantícora, el kraken, las lamias, el A Bao A Q) fueron recogidos por Borges en su Libro de los seres imaginarios. Sin embargo, ninguno de esos compendios registra al alicuéncano. Este es un bichito de lo más simpático, con grandes orejas peludas, cola espinada y trompa parecida a la de un oso hormiguero. Alguna vez, un profesor de escuela media les pidió a sus alumnos que investigaran sobre él. Días después, los chicos volvieron a clase cargados de datos: peso, forma, hábitats y hasta reproducciones de sus huellas. Cuál no sería la sorpresa de los chicos al enterarse de que todo había sido un simulacro creado por el profesor para hablar de lo verdaderamente importante: los peligros de confiar a ciegas en Internet.
Sin embargo, con la llegada hace dos décadas de las todavía llamadas «nuevas tecnologías» parecería haber brotado mágicamente una especie casi tan insólita como aquella, pero bastante menos cuestionada: el «nativo digital». Esto es, una criatura que por el solo hecho de haber nacido rodeada de dispositivos y pantallas, lo sabría todo y más sobre ellos. Pero como acaba de verificar un reciente estudio de la Fundación Microsoft sobre nuevas brechas digitales, las hipotéticas competencias de los no menos hipotéticos «nativos» dejarían bastante que desear. Así, se lee en el trabajo, «9 de cada 10 alumnos admiten que no investigan cada vez que tienen que hacer tarea con información de la Web y sólo 1 de cada 10 adolescentes es capaz de diferenciar anuncios de contenidos. El 50% considera que programar es conocer Word y Excel». Aunque tal vez lo más inquietante de todo sea que casi la mitad de los encuestados crea que todo lo que se publica en Internet es «verdadero». El alicuéncano, por caso.
Pero, ¿a qué el asombro? Hace ya años que los docentes vienen advirtiendo sobre la ficción en marcha. Que nadie nace «sabiendo» nada. Que la igualdad no se conecta, sino que -y en todo caso- se construye desde muchos otros espacios. Y que sus alumnos suelen darles a los dispositivos usos no sólo atravesados por las diferencias sociales, sino también bastante acotados. «La idea de que los niños, por el solo hecho de haber nacido rodeados de dispositivos digitales, poseen un dominio de ellos superior al de los adultos fue sumamente dañina en el campo de la educación», comenta al respecto Alejandro Tortolini, miembro de Educación Abierta y docente del proyecto Aulas Interactivas de la Universidad de San Andrés.
«Esa idea fue lanzada por Mark Prensky en Estados Unidos en 2003, y aquí se la difundió como una verdad absoluta desde el sitio educativo oficial Educ.ar. Pero en las aulas se verificaba que la realidad era muy distinta: los chicos sabían hacer muy bien cuatro o cinco cosas y desconocían absolutamente todo lo demás. Hoy, hasta el mismo Prensky reconoce que la relación de los niños con la tecnología no es como la describió en esos años.»
Así lo confirma también el profesor de informática Enrique Quagliano, quien desde Santa Fe precisa que «los chicos necesitan aprender a pensar más que a usar un aparato. En mi provincia se da la paradoja de que nuestros chicos podrían cursar todo el secundario sin tocar jamás una computadora. No existe el espacio curricular Informática y sus contenidos pasaron a formar parte de uno de los ejes de un espacio nuevo con una carga horaria de dos horas en primer año y dos más en segundo. Y eso es todo. Los alumnos tranquilamente pueden pasar por las aulas sin usar siquiera una PC», alerta.
Por otro lado, y como sostiene la doctora en comunicación Roxana Cabello, coordinadora del Observatorio de Usos de Medios Interactivos de la Universidad Nacional de General San Martín, la supuesta homogeneidad que presupone hablar de «nativos digitales» se estrella contra la realidad de una nueva brecha tecnológica. Una que ya no tiene tanto que ver con el acceso a los dispositivos, sino más bien con el uso que se pueda hacer o no de ellos. Algo que, según Cabello, suele replicar las diferencias sociales. Así, dice, «hay adolescentes de sectores sociales más acomodados que desarrollan prácticas en las distintas capas de Internet (personalizan espacios en la nube, realizan actividades que involucran programaciones y desarrollan vidas en universos simulados, entre otras alternativas). Los adolescentes de sectores menos favorecidos, en cambio, aun en la Web no extienden demasiado las fronteras del mundo en el que se mueven en la vida real».
La brecha digital, hoy, parecería pues no ser tanto divisoria entre los que acceden a dispositivos y los que no, sino más bien entre distintos repertorios de posibilidades y pericias. Entre el «cortar y pegar» que, según el estudio antes citado, agota las opciones en algunos casos, y la posibilidad de buscar información, contrastarla y usarla creativamente para generar algo nuevo y original. De esa diferencia surge también una pregunta: ¿qué rol les cabe a los adultos en este estado de cosas? ¿Cómo fue que alguna vez dejamos que los chicos comenzaran a creer que «hacer la tarea» se redujera a abrir un buscador, cargar la pregunta y copiar la respuesta? ¿Hasta qué punto el mito aquel del «nativo digital» no nos empujó a dejar a los chicos demasiado a solas con las máquinas, como si creyéramos que por alguna forma de ósmosis podrían sin más «aprender»? ¿Sabemos acaso cuántas nuevas versiones del alicuéncano patrullan hoy la Red, anidando a la sombra de cada adulto ausente?
Justamente por eso, precisa la psiquiatra especializada en adolescentes Graciela Moreschi, «la educación debería consistir, hoy más que nunca, en enseñar a usar la tecnología y a tener pensamiento crítico. Pero la escuela está lejos de dar lo que realmente importa: capacidad de generar preguntas en lugar de buscar respuestas. Y mientras no se cambie la forma de enseñar y los contenidos de la educación, no habrá mejoras», dice.
A hacer un uso creativo de la tecnología no se aprende sin un otro allí; a razonar, todavía menos. Si hoy son cada vez más los adolescentes que creen en lo que dice Internet, eso habla de una sola cosa: de que nunca hubo nadie allí que los ayudara a cambiar de idea. Al respecto, el experto en culturas juveniles Sergio Balardini apunta que «hoy, para validar la información, es necesario enseñar a seleccionar, poner en contraste, debatir. Y la pregunta es quién enseña estas prácticas. Aquí tenemos un déficit que debe ser saldado. Porque ya no estamos en tiempos de escasez de fuentes, sino de sobreabundancia», advierte.
También en ese sentido, el experimento del alicuéncano fue revelador. Los alumnos recién notaron que la pata del animal dibujado no coincidía ni por asomo con la huella supuestamente «auténtica» cuando un interlocutor les preguntó al respecto. Un diálogo: así es como suele comenzar todo aprendizaje. Como se cierran todas las brechas. Como se termina, también, con todas las especies imaginarias.
Autora: Fernanda Sández