(lanacion.com.ar).-Después de poner el foco sobre la familia, los jóvenes y la Amazonía, el papa Francisco inauguró hoy un cuarto sínodo sobre el tema que más le preocupa, la sinodalidad, es decir, ese caminar juntos, incluyendo a todos, que espera que la Iglesia católica del tercer milenio emprenda con fuerza, haciéndose cargo de “las fragilidades y las pobrezas de nuestro tiempo”.
Al inaugurar este proceso, la gran apuesta de esta fase “madura” del pontificado, ante cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos y laicos de todo el mundo en el Vaticano, el Papa reiteró cuáles son los objetivos de esta gran consulta global, que durará dos años: una Iglesia abierta, de escucha, cercana, como la que soñó el Concilio Vaticano II (1962-65) hace 60 años.
En un discurso fuerte y directo, lleno de pasión, el Papa destacó las tres oportunidades que se abren en este proceso que tendrá tres niveles -diocesano, continental y universal-. “La primera es la de encaminarnos no ocasionalmente sino estructuralmente hacia una Iglesia sinodal; un lugar abierto, donde todos se sientan en casa y puedan participar”, dijo. “El Sínodo también nos ofrece una oportunidad para ser Iglesia de la escucha, para tomarnos una pausa de nuestros ajetreos, para frenar nuestras ansias pastorales y detenernos a escuchar”, agregó.
En este marco, subrayó la importancia de “escuchar a los hermanos y hermanas acerca de las esperanzas y las crisis de la fe en las diversas partes del mundo, las urgencias de renovación de la vida pastoral y las señales que provienen de las realidades locales”. “Por último, tenemos la oportunidad de ser una Iglesia de la cercanía. Si nosotros no llegamos a ser esta Iglesia de la cercanía con actitudes de compasión y ternura, no seremos la Iglesia del Señor”, advirtió. “Y esto no sólo con las palabras, sino con la presencia, para que se establezcan mayores lazos de amistad con la sociedad y con el mundo”, señaló, al subrayar la importancia de una Iglesia “que no se separa de la vida, sino que se hace cargo de las fragilidades y las pobrezas de nuestro tiempo, curando las heridas y sanando los corazones quebrantados con el bálsamo de Dios”, insistió.
Entre las cerca de 200 personas presentes en el Aula Nueva del Sínodo, donde saltaban a la vista jóvenes y mujeres, de la Argentina estaban monseñor Jorge Lozano, arzobispo de San Juan y Santiago Tognetti, referente del movimiento de los Focolares, ambos delegados de la Conferencia Epsicopal; además, el cardenal Leonardo Sandri, prefecto de las Iglesias Orientales y monseñor Lucio Ruiz, número dos del Dicasterio de Comunicación, de la curia romana.
Al principio de su reflexión, como ya hizo en otras oportunidades, Francisco, de 84 años y que apareció en óptima forma, reiteró que el sínodo “no es un parlamento, ni un sondeo de las opiniones”. “El sínodo es un momento eclesial y el protagonista del sínodo es el Espíritu Santo. Si no está el Espíritu, no habrá Sínodo”, aclaró. Subrayó, por otro lado, que las tres palabras clave de este proceso son tres: comunión, participación y misión.
“Si falta una participación real de todo el pueblo de Dios, los discursos sobre la comunión corren el riesgo de permanecer como intenciones piadosas. Hemos avanzado en este aspecto, pero todavía nos cuesta, y nos vemos obligados a constatar el malestar y el sufrimiento de numerosos agentes pastorales, de los organismos de participación de las diócesis y las parroquias, y de las mujeres, que a menudo siguen quedando al margen. ¡La participación de todos es un compromiso eclesial irrenunciable!”, afirmó llamando a la autocrítica. Y recordó que todos los bautizados están llamados a participar del sínodo.
El exarzobispo de Buenos Aires, que mañana presidirá la misa solemne de apertura del sínodo en la Basílica de San Pedro, también puso en guardia contra tres riesgos al acecho: el formalismo, el intelectualismo y el inmovilismo.
Al hablar del formalismo, sostuvo que un sínodo “se puede reducir a un evento extraordinario, pero de fachada, como si nos quedáramos mirando la hermosa fachada de una iglesia, pero sin entrar nunca”. “Si hablamos de una Iglesia sinodal, no podemos contentarnos con la forma, sino que necesitamos la sustancia, los instrumentos y las estructuras que favorezcan el diálogo y la interacción en el pueblo de Dios, sobre todo entre los sacerdotes y los laicos”, explicó.
“¿Por qué subrayo esto? Porque a veces hay cierto elitismo en el orden presbiteral que lo hace separarse de los laicos; y el sacerdote al final se vuelve el ‘dueño del boliche’ y no el pastor de toda una Iglesia que sigue hacia adelante. Esto requiere que transformemos ciertas visiones verticalistas, distorsionadas y parciales de la Iglesia, del ministerio presbiteral, del papel de los laicos, de las responsabilidades eclesiales, de los roles de gobierno, entre otras”, puntualizó.
Sobre el segundo riesgo, el intelectualismo —es decir, la abstracción, “la realidad va por un lado y nosotros con nuestras reflexiones vamos por otro”—, advirtió del peligro de convertir el sínodo en una especie de grupo de estudio, con intervenciones cultas pero abstractas sobre los problemas de la Iglesia y los males del mundo. “Una suerte de ‘hablar por hablar’, donde se actúa de manera superficial y mundana, terminando por caer otra vez en las habituales y estériles clasificaciones ideológicas y partidistas, y alejándose de la realidad del pueblo santo de Dios y de la vida concreta de las comunidades dispersas por el mundo”, precisó.
Finalmente, mencionó la tentación del inmovilismo. Al respecto, consideró como “veneno en la vida de la Iglesia” esa costumbre de pensar que es mejor no cambiar, puesto que “siempre se ha hecho así”. “Quienes se mueven en este horizonte, aun sin darse cuenta, caen en el error de no tomar en serio el tiempo en que vivimos. El riesgo es que al final se adopten soluciones viejas para problemas nuevos; un pedazo de tela nueva, que como resultado provoca una rotura más grande”, advirtió. “Por eso –concluyó-, es importante que el camino sinodal lo sea realmente, que sea un proceso continuo; que involucre —en fases diversas y partiendo desde abajo— a las Iglesias locales, en un trabajo apasionado y encarnado, que imprima un estilo de comunión y participación marcado por la misión”.