EL SILENCIO DE DIOS
Un día me confesó una joven que durante varios años, tras la muerte de su madre, no pisó una iglesia ni pronunció una oración. En la niñez y la juventud había cultivado con fervor la vida religiosa. Se sentía acogida por Dios, y segura. Pero, a sus 18 años, vio un día con angustia que su madre se ponía gravemente enferma. Vivía sola con ella, y en ella encontraba afecto y amparo. No concebía la vida sin su presencia. Le confesó su angustia al confesor, y éste la remitió, sin mayores matizaciones, a la promesa evangélica "pedid y recibiréis": reza y serás oída. Todo su ser se convirtió en plegaria. Día y noche su pensamiento se dirigió insistente y angustiado al Señor de la vida y de la muerte. Todo su amor a Dios y su confianza se concentraron en sus ruegos. Pero su madre acabó sucumbiendo a la enfermedad. Una inmensa decepción se apoderó de su ánimo, y una especie de despecho contra lo divino la alejó de toda práctica religiosa. El silencio de Dios se abatió sobre su espíritu como una sombra maléfica y destructora.
Una y otra vez en la vida, ante experiencias semejantes nos planteamos la pregunta decisiva: ¿Está justificado el escándalo por el silencio que Dios parece guardar ante las desgracias que ocurren en la vida, sobre todo las que afectan a personas inocentes? Tener que presenciar, impotentes, el espectáculo siniestro de las crueldades cometidas con los hombres por sus mismos hermanos o por un destino adverso nos lleva a pensar que el mundo y la existencia humana carecen de sentido, son radicalmente "absurdos".
Para no vernos enfrentados a esta conclusión desoladora, celebraríamos sobremanera que tuvieran lugar golpes de efecto por parte de Dios que dejaran patente la conexión entre el carácter amoroso del Creador y la marcha de los acontecimientos en el mundo. Ello permitiría a los hombres palpar lo religioso, tocarlo, convertirlo en una experiencia cotidiana irrefutable. Seguimos, como los antiguos judíos, pidiendo "signos", y éstos permanecen ausentes. Todo parece llevarnos a la conclusión de que debemos arreglar nuestra vida por cuenta propia, en una soledad acosada por este viejo enigma: "¿Tiene sentido una vida abrumada de dolores y abocada a la muerte?"
Actualmente, son numerosos los escritores que preguntan si es posible
aceptar a Dios y llevar una vida religiosa habiendo existido los campos
de exterminio en Europa central y oriental. La terrible experiencia
del escritor judío Elie Wiesel nos sigue sobrecogiendo todavía hoy:
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