EL SENTIDO PROFUNDO DEL JUEGO Y LA FIESTA II
El juego, fuente de luz y de fiesta
Alfonso López Quintás
El juego, visto en sus formas más altas y depuradas, desempeña un papel relevante en la existencia humana porque implica un poder configurador de acciones llenas de sentido. Nunca el hombre, en su vida cotidiana, halla tantos y tan bien estructurados modos de afirmar y desplegar su personalidad, dando cauce a su impulso creador, como en el ámbito del juego.
Cometidos del juego
Todo juego tiene dos grandes cometidos o funciones: crear ámbitos dinámicos que permitan lograr un fin específico, interno al juego -adueñarse del campo de acción de un adversario, crear una trama bien estructurada de formas bellas...-, y representar una actividad humana cargada de sentido: una lucha incruenta (como en el ajedrez), una conquista (mediante la invasión del campo contrario, como en el fútbol y el baloncesto), una acción sacrificial amorosa, creadora de paz, concordia y elevación espiritual (como acontece en la celebración eucarística)…
La creación de tales ámbitos dinámicos moviliza y lleva a plena forma virtualidades insospechadas del hombre. Piénsese en la destreza que exige, por ejemplo, en el fútbol la imposición de un determinado ritmo de juego, abrir huecos hacia la puerta contraria, privar a los adversarios de tales espacios vacíos al romperles su ritmo propio...
La representación implica asumir espiritualmente una personalidad singular -con su mundo propio de sentimientos, relaciones y actitudes-, y plasmarla en un contexto coherente y significativo a través de medios expresivos que uno debe en parte crear.
Si toda representación es un juego -actividad creadora de ámbitos expresivos-, todo juego adopta, en lógica reciprocidad, cierto aire de representación. En ésta resaltan las características del juego: aire festivo, reglamento bien perfilado, autonomía respecto al curso de la vida ordinaria. La condición que tiene todo juego de insertarse como algo aparte y específicamente cualificado en la vida del hombre se manifiesta en la tendencia de ciertos clubs al esoterismo, en virtud de una “mística de grupo”. Esta tendencia a la delimitación se observa ya en el aura de «secreto» con que rodean, a veces, los niños sus juegos.
En la liturgia, vista como una forma de «juego sacro» -es decir, como una acción que carece de toda finalidad utilitarista e interesada y alberga en sí su propio fin de carácter trascendente-, se advierte con claridad la tendencia a dirigirse a los «iniciados» y la voluntad de resaltar su campo de acción mediante la extrañeza de los vestidos, la solemnidad del lenguaje y los gestos, la rigurosa ordenación de los ritos. En un ámbito tan alejado del mundo cultural sacro como son los juegos carnavalescos cabe descubrir un rasgo parecido –el ocultamiento de la personalidad cotidiana y la adopción, a efectos lúdicos, de una figura provisional distinta-, pero el espíritu que impulsa esta especie de transfiguración pasajera es muy distinto del llevado a cabo en la acción litúrgica.
Tal vez en ningún momento de la cultura actual se muestra tan claramente la vecindad entre el juego y las regiones más hondas del espíritu como en las formas solemnes de la liturgia. No procede calificarlas de teatrales -en sentido de inauténticas y artificiosas-, pues su solemnidad y alto porte responden a la profunda significación que late en el juego litúrgico, visto como una actividad llena de sentido religioso. Cuando se vive creativamente la acción litúrgica, más allá de la mera repetición de ceremonias esclerosadas, la comunidad religiosa -aunada en el campo expresivo de la palabra y el gesto, el canto y los ámbitos arquitectónicos, las flores y los metales...- se convierte en lugar de encuentro y portavoz de todos los seres del universo, y, en la misma medida, se carga de un profundo simbolismo.
El simbolismo no es una cualidad estática, sino relacional; brota, como una llamarada, cuando dos o más realidades dotadas de iniciativa se entreveran y fundan un ámbito de mayor envergadura. En el campo de iluminación y de presencia que instaura esta relación de encuentro, cada realidad remite a las otras. Esta remisión luminosa es la esencia del simbolismo. En su célebre grabado “Las manos orantes”, el gran Alberto Durero no quiso tanto ofrecernos la figura de unas manos sarmentosas, plegadas una sobre otra, cuanto plasmar un “ámbito de súplica”. La figura de las manos está muy lograda, pero lo que realmente vemos en ellas es un alma que se dirige ardorosamente a otra. Al remitir a algo oculto y valioso, la figura gana poder simbólico y se convierte en imagen. Por eso, la visión de las imágenes ha de ser contemplativa, es decir, sosegada, atenta y penetrante. Si se nos transmiten las imágenes de forma precipitada, se las reduce a meras figuras y se las priva de relieve; se las achica y banaliza. De ahí el efecto deprimente de ciertas proyecciones televisivas y cinematográficas.
Carácter serio y festivo del juego
El hombre, ser nostálgico de experiencias elevadas, siente a menudo la tentación de superar -siquiera por breves instantes- la monotonía banal de su existencia diaria. Tal evasión la hace posible el juego en sus múltiples formas. Hay formas de juego intrascendentes y las hay imponentemente valiosas. Pero todas coinciden en que transportan al que juega a un mundo diverso, con sus propias leyes, su clima específico y sus múltiples posibilidades abiertas al perfeccionamiento de la personalidad humana. Por eso, ...
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