EL SILENCIO DE DIOS
Alfonso López Quintás
Ante la magnitud de la catástrofe de Haití, volvemos a reproducir esta consideración sobre “El silencio de Dios”, que puede ser un bálsamo para nuestra herida espiritual, pues nos permite vislumbrar –a pesar de toda la crueldad- que Dios es amor, convicción básica de nuestra fe.
Un día me confesó una joven que durante varios años, tras la muerte de su madre, no pisó una iglesia ni pronunció una oración. En la niñez y la juventud había cultivado con fervor la vida religiosa. Se sentía acogida por Dios, y segura. Pero, a sus 18 años, vio un día con angustia que su madre se ponía gravemente enferma. Vivía sola con ella, y en ella encontraba afecto y amparo. No concebía la vida sin su presencia. Le confesó su angustia al confesor, y éste la remitió, sin mayores matizaciones, a la promesa evangélica “pedid y recibiréis”: reza y serás oída. Todo su ser se convirtió en plegaria. Día y noche su pensamiento se dirigió insistente y angustiado al Señor de la vida y de la muerte. Todo su amor a Dios y su confianza se concentraron en sus ruegos. Pero su madre acabó sucumbiendo a la enfermedad. Una inmensa decepción se apoderó de su ánimo, y una especie de despecho contra lo divino la alejó de toda práctica religiosa. El silencio de Dios se abatió sobre su espíritu como una sombra maléfica y destructora.
Una y otra vez en la vida, ante experiencias semejantes nos planteamos la pregunta decisiva: ¿Está justificado el escándalo por el silencio que Dios parece guardar ante las desgracias que ocurren en la vida, sobre todo las que afectan a personas inocentes? Tener que presenciar, impotentes, el espectáculo siniestro de las crueldades cometidas con los hombres por sus mismos hermanos o por un destino adverso nos lleva a pensar que el mundo y la existencia humana carecen de sentido, son radicalmente “absurdos”.
Para no vernos enfrentados a esta conclusión desoladora, celebraríamos sobremanera que tuvieran lugar golpes de efecto por parte de Dios que dejaran patente la conexión entre el carácter amoroso del Creador y la marcha de los acontecimientos en el mundo. Ello permitiría a los hombres palpar lo religioso, tocarlo, convertirlo en una experiencia cotidiana irrefutable. Seguimos, como los antiguos judíos, pidiendo “signos”, y éstos permanecen ausentes. Todo parece llevarnos a la conclusión de que debemos arreglar nuestra vida por cuenta propia, en una soledad acosada por este viejo enigma: “¿Tiene sentido una vida abrumada de dolores y abocada a la muerte?”
Actualmente, son numerosos los escritores que preguntan si es posible aceptar a Dios y llevar una vida religiosa habiendo existido los campos de exterminio en Europa central y oriental. La terrible experiencia del escritor judío Elie Wiesel nos sigue sobrecogiendo todavía hoy:
“A los quince años (...), Elie y su familia fueron arrojados al campo de Auschwitz. En la misma noche de su llegada, fue separado brutalmente de su madre y de sus hermanos. Ya nunca volvió a verlos. Habían empezado para Elie y su madre meses de horrores indescriptibles (...). Dos hechos marcaron para siempre su alma de adolescente excepcionalmente impresionable. En la primera noche, iluminada sólo por las llamas que salían de una alta chimenea, cuando Elie se encontraba aún bajo el choque tremendo de la separación de su madre, la columna de los deportados tuvo que pasar cerca de una fosa de donde subían ´llamas gigantescas´. Dentro se quemaba algo. Se acercó un camión a la fosa y arrojó su carga: ´eran niños, eran bebés´ (...). Y Wiesel sigue así: ...
(descargar artículo completo)