EL SENTIDO PROFUNDO DEL JUEGO Y LA FIESTA V
El juego deportivo y la formación humana
Alfonso López Quintás
Afortunadamente, la Pedagogía se cuida de subrayar hoy día el valor formativo que muestran las distintas formas de juego. En todo juego –musical, teatral, deportivo…- asumimos ciertas posibilidades creativas que se nos ofrecen y damos lugar a algo nuevo dotado de cierto valor: formas artísticas, escenas teatrales, jugadas deportivas…
En un reportaje ofrecido por Televisión española sobre la larga marcha emigratoria de una tribu del Alto Volta –unos de los países más menesterosos de la tierra- podía verse a los negros sedientos, casi exhaustos, caminar pesadamente sobre una tierra resquebrajada por la sequía. Se temía, en cada momento, que se desplomaran al suelo. Tanto más impresionante era verlos, en tal situación límite, recoger sus últimas fuerzas para susurrar un canto o hacer sonar una melodía melancólica en pequeñas flautas que se entretejían con sus dedos sarmentosos. En verdad, lo último que parecían estar dispuestos a perder estas buenas gentes era su capacidad de juego, su poder creador de ámbitos de expresividad y de belleza.
Erraría gravemente quien intentara reducir este juego artístico a un mero pasatiempo. Es un campo viviente de realización personal, de autoafirmación, de proclamación de la voluntad indeclinable de vivir en nivel de espíritu, de negarse a reconocer como normal el estado de asfixia lúdica que parecía imponerles la hostilidad extrema del entorno. Visto a esta luz, el espectáculo oprimente de aquellos hombres en marcha hacia un futuro incierto adquiría cierta coloración optimista. Constituía un símbolo sobrecogedor del poder que alberga el espíritu humano para transfigurar y dotar de sentido los momentos más sombríos de la existencia.
El poder formativo del deporte
No suele haber dificultad en reconocer el valor formativo de las artes plásticas y de la música, así como el del “juego escénico” y la declamación poética. Pero se dan, a menudo, cirtas reticencias respecto al deporte, sobre todo a los mal llamados deportes de masas.
Algunos intelectuales parecen tener a gala depreciar el deporte o, incluso, despreciarlo, como si se tratara de un mero incentivo para enardecer a las “masas” y alejarlas de las manifestaciones más exquisitas de la cultura. Ante todo, conviene advertir que no toda “multitud” es una “masa”, en el sentido peyorativo que suele darse a este vocablo. Un número ingente de personas no siempre es una “masa”; se “masifica” cuando actúa sin capacidad de iniciativa, gregariamente, a impulsos de líderes afanosos de dominio. Si se mueve inspirado por un ideal lúcidamente asumido, no está “masificado” y alienado, pues no se reduce a un montón amorfo de individuos. No es, por tanto, una masa, sino un grupo social.
Frente a toda descalificación altanera del deporte, hemos de subrayar el poder formativo que muestra cuando se lo vive como una forma de juego creador. Al jugar, asumimos las posibilidades creativas que nos ofrecen los distintos reglamentos. Esta promoción de nuestra capacidad creativa es digna ya de aprecio, por lo que supone de incremento de nuestra personalidad. Además de ello, cada deporte añade ciertas características que pueden contribuir eficazmente a nuestra labor formativa.
El análisis de la actitud adoptada por diversas personas ante una pelota que se desliza hacia ellas permitió constatar hace años al gran psicólogo J. F. F. Buytendijk una de las características fundamentales del fútbol: su virilidad. Los gestos del futbolista son enérgicos, y comprometen la energía total de su cuerpo. De este poderoso dinamismo se deriva la amplitud de espacio que requiere el fútbol para desarrollarse. La pelota es relativamente voluminosa y responde a los golpes con una sorprendente capacidad de desplazamiento. El campo de juego debe presentar muy vastas dimensiones, lo cual hace posible el montaje de amplísimas tribunas para el público. Por propias exigencias, el fútbol se constituye así en un «espectáculo multitudinario». Nótese que evito la expresión usual “espectáculo de masas”, pues el vocablo «masa» tanto puede significar un número elevado de personas como un conjunto amorfo de individuos; ambivalencia que provoca serios malentendidos.
Por su gran poder de convocatoria, un partido de fútbol no representa sólo un encuentro humano, como todo ejercicio lúdico; constituye un verdadero encuentro social, y moviliza la opinión pública a través de las tertulias y los medios de comunicación. Cada partido es el final de una etapa de expectativa y marca el comienzo de una serie de comentarios apasionados. A lo largo de un campeonato de fútbol, cada encuentro es un hito que cambia el panorama de clasificaciones, proyectos y esperanzas. Para el que vive por dentro el mundo deportivo, todo juego significa en todo rigor un «acontecimiento», un hecho que irrumpe en la marcha de la vida cotidiana y altera su curso en alguna medida. El jugador siente la emoción de entregarse a un género de actividad que, sin abdicar de su condición de juego, polariza en su torno una parte considerable de la vida cotidiana de millones de personas.
El «desinterés» es condición esencial del juego
Por una serie de razones encabalgadas, el deporte se alía estrechamente con la competición y el club deportivo. De ambos se puede afirmar -en frase de J. Huizinga- que pertenecen al juego «como el sombrero a la cabeza». Para su mayor florecimiento, el deporte debe organizarse, y ello da lugar a las federaciones de todo orden, a los campeonatos y premios... De este modo, el deporte queda enmarcado en un complejo de líneas de fuerza no siempre bien coordinables con la «deportividad», entendida como buen temple y amor al juego en toda su pureza. Aquí surge el riesgo de que el deportista se vea desbordado y manipulado por intereses ajenos que introducen la discordia y la tensión donde él quisiera sembrar concordia y solidaridad...
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